María De Giorgio
Juana se interesó por mejorar la vida de los niños y las niñas de su época, cuando la mayoría de las personas no sabían leer ni escribir y las pocas escuelas que existían eran para los hijos de las familias ricas.
En las
provincias del interior las escuelas eran muy pobres y cualquiera que supiera
leer y escribir podía ser maestro. La enseñanza religiosa era muy importante y,
en cuanto a la disciplina, reinaba el castigo. «La letra con sangre entra» era
un dicho común.
Juana creía que
las escuelas debían ser lugares alegres, luminosos y limpios. Que al niño había
que despertarle el interés por aprender a través del buen trato, del ejemplo,
del juego y del amor… Y que ser maestro era una de las profesiones más bellas e
importantes para un país.
Su padre era un
ingeniero español que defendía las ideas de la Revolución de Mayo (acontecida
nueve años atrás). Como su padre trabajaba para el gobierno haciendo puentes y
canales, conocía a hombres de la talla de Rivadavia y por ello desde muy chica
Juana escuchó discusiones —muchas veces agitadas— sobre los destinos de la
patria.
Aprendió muy
pronto a leer y a escribir, y disfrutó mucho con ello. Concurrió a una de las
primeras escuelas para niñas de la ciudad de Buenos Aires, pero se aburría, no
le gustaba cómo enseñaban y a veces la aplazaban por no saber de memoria el
alfabeto (¡aunque ya leía libros!).
Juana siguió
estudiando por su cuenta y a los 14 años tradujo del francés dos libros que su
padre hizo imprimir. También estudiaba música y escribía poemas que, a veces,
publicaba en los periódicos.
Desde joven supo
ser muy independiente y participaba en reuniones con escritores, donde
conversaba con ellos de igual a igual. En su tiempo, las mujeres debían ser
sumisas: debían obedecer primero a sus padres y luego a sus maridos. Vivían
prácticamente encerradas en sus casas, cuidando a sus hijos, y a lo sumo
realizaban labores domésticas o tocaban el piano (si eran de familias
adineradas).
Juana pensaba
que la inteligencia no tenía sexo y que la mujer debía tener las mismas
oportunidades de educación y libertad que los hombres. Pero esto era muy mal
visto en aquella época. Eran tiempos difíciles: la lucha por la independencia
seguía sin tregua, los gobernantes no se ponían de acuerdo sobre cómo organizar
el país, y Buenos Aires y las provincias del interior estaban siempre peleando
por el poder.
Cuando Juan
Manuel de Rosas comenzó a gobernar en Buenos Aires, la familia Manso huyó a
Montevideo y todos sus bienes fueron confiscados por el gobierno. A partir de
allí comenzó un largo peregrinaje, siempre acompañado por la pobreza. Primero
vivieron en Montevideo, luego en Río de Janeiro.
En Montevideo, y
para ayudar a su familia, Juana puso en su propia casa una escuela para niñas. Tenía
22 años y quería implementar nuevos métodos de enseñanza. También solía
reunirse con otros escritores exiliados y publicaba poemas en los periódicos.
Pero cuando Rosas pacta con el gobierno de Montevideo, ella y su familia se
dirigieron a Brasil, donde Juana dio clases particulares de español y francés y
se inscribió en el Conservatorio de Arte Dramático.
También conoció
a un joven violinista portugués del que se enamoró y con quien se casó a los
tres meses de conocerse. Primero viajaron por Brasil y luego partieron a EE.
UU., pero no les fue bien (el país les fue hostil y pasaron muchas penurias).
Allí nació su primera hija, Eulalia, pero ni siquiera tenían recursos para
comer.
Luego se fueron
a Cuba, esta vez con mejor suerte. Allí nació su otra hija: Herminia. Juana
escribió letras de música para su esposo y redactó su novela Misterios del
Plata. Se enamoró de Cuba, de su paisaje y de su gente (quizá haya sido su
época más feliz).
Finalmente
regresaron a Brasil, donde dictó clases de idiomas a las familias acomodadas.
También redactó un periódico de mujeres, donde expuso sus ideas de igualdad de
la mujer y de la educación popular, entre otros temas y su novela Misterios del
Plata. Al poco tiempo, su esposo huyó a Portugal con otra mujer. También murió
su padre —apoyo y sostén durante toda su vida— y, como ya no gobernaba Rosas,
decidió retornar a Buenos Aires.
Juana trajo
nuevas ideas y experiencias que pensaba que podían servir para sentar las bases
de una sociedad más justa. Lamentablemente no fue así, y la recibieron como a
una extraña. ¿Quién era esa mujer pobre, proveniente de una familia
desconocida, sin marido y con dos hijas? ¿Quién se creía que era para venir a
traer ideas de afuera, y además querer enseñarlas? Sí: Juana Manso había
madurado y era una mujer fuera de lo común.
Publicó un
periódico para mujeres: el Álbum de Señoritas, donde expuso sus ideas de
educación para todos, igualdad de sexos, libertad religiosa, y de defensa de
los pueblos originarios. En su novela La familia del comendador sentó su
posición contra la esclavitud. Pero Buenos Aires la ignoró o tomó sus palabras
como un escándalo. Como las damas de la Sociedad de Beneficencia tampoco la
aceptaron como maestra, decidió regresar a Brasil (aunque debió volver al poco
tiempo por motivos económicos).
Afortunadamente
conoció a Sarmiento, que la respaldó nombrándola directora de una escuela para
niños y niñas. ¡Imagínense una escuela mixta en ese momento! Se hicieron
amigos, compartieron ideas, sueños y un carácter fuerte que no se detenía
frente a las adversidades.
Desde entonces
Juana se dedicó totalmente a la educación. Enseñó; dirigió la escuela para
ambos sexos; desarrolló nuevos planes de estudio en varias escuelas; supervisó
y mejoró la labor de los maestros; promovió la creación de jardines de
infantes; luchó por la eliminación de castigos físicos; creó bibliotecas
populares; ofreció charlas; tradujo obras de educación, y escribió el primer
libro de lectura de historia argentina para escuelas: el Compendio de la
historia de las Provincias Unidas del Río de la Plata. También dirigió los
Anales de Educación Común, publicación creada por Sarmiento para el fomento de
la educación.
Pocos la
comprendían y la valoraban: le ponían obstáculos y, a veces, hasta le impedían
con gritos y piedras dar sus conferencias. Le manchaban las ropas, la llamaban
«Juana la loca»…
Ella proclamó
que la desigualdad se remediaba con educación para todos. Criticó a los
gobiernos por no invertir en educación —para poder dominar mejor a las masas—,
y reclamó derechos para la mujer y los niños. También exigió libertad
religiosa, matrimonio civil y protección para los pueblos originarios. Y decir
esto, a través del periódico, la tribuna, el libro y la escuela fue demasiado
«fuerte» para la época.
Juana Manso
estaba segura de su misión: sus ideas tarde o temprano iban a florecer y no
importaba si había que sufrir por ellas. Tuvo razón: con el paso del tiempo
muchas cosas fueron cambiando y su pensamiento sigue vigente como nunca.
Murió a los 55
años, sin honores y en la pobreza. Aun enferma seguía enseñando a leer y a
escribir a los niños que vivían en su humilde barrio. Se había convertido al
protestantismo y, antes de morir, le pidieron que renegase de su fe para poder
ser enterrada en el cementerio local. Pero no lo hizo. Fue enterrada en el
cementerio inglés, con la siguiente leyenda: «Aquí yace una argentina que, en
medio de la noche de la indiferencia que envolvía a la patria, prefirió ser
enterrada entre extranjeros antes que profanar el santuario de su conciencia».
En 1915, sus restos fueron depositados en el Panteón del Magisterio, en el
cementerio de la Chacarita.
En la
actualidad, muchas escuelas llevan su nombre; su obra es nuevamente editada y
su nombre comienza a ser más familiar en Buenos Aires. Lamentablemente, si
preguntamos al público en general quién fue Juana Manso pocos podrán responder,
pues la seguimos dejando en el olvido.
María De Giorgio
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