Capítulo I
La quinta de Botafogo

La ensenada que se extiende entre el Pan de Azúcar y la Gloria, lleva en el Janeiro el nombre de Botafogo; y además de ser el centro de la Sociedad escogida, tanto nacional como extranjera, es también uno de los lugares más pintorescos y más adornados con las maravillosas bellezas de la fértil naturaleza de la tierra de Santa Cruz.
La quinta, donde principian las escenas de nuestro romance, estaba situada en una pequeña colina que a pesar de su corta elevación dominaba con todo un hermoso paisaje.
Vestida de la robusta y verdosa vegetación tropical, la blanca y abastada casa que se sentaba en su cima, parecía a lo lejos una gruesa perla engastada en millares de esmeraldas; desde las ventanas que daban al Oriente, se veía la vasta y rica Villa Imperial, derramando sus gigantes edificios, en sus numerosas calles, en las faldas de sus montes, y elevando las torres de sus iglesias sobre los colorados techos de teja; de una ojeada se abarcaba la inmensa bahía, con su eterna cadena de montañas, sus verdes islas, sus infinitas ensenadas. La cordillera de los Órganos extendía a lo lejos su negra cortina por el poniente, y casi sobre la casa parecía curvarse la colosal cabeza del Corcovado.
Esa casa de que hablamos, silenciosa v cerrada, ocultándose entre las inmensas coronas del follaje de sus plátanos, de sus coqueros y jazmines tropicales, es una de esas habitaciones, que divisadas por el viajero a lo lejos en un día de penosa excursión, le hacen suspirar por ese albergue desconocido, que allí en medio del silencio v del calor de algunos grados, le hacen desear el descanso del cuerpo y la paz del espíritu, que parece simbolizar.
Y con todo, allí aun en medio de aquel sosiego de la naturaleza, la lucha de las pasiones, aborta sus dramas, desconocidos del mundo, dramas cuyo desenlace son un balazo en la cabeza a que una familia previsora llama -accidente fatal-, un veneno que dan o que se toma, y que pasa por una apoplejía fulminante, una congestión cerebral, nombres técnicos no le faltan a la facultad... así se hace y el secreto de la verdad lo sabe Dios y aquellos que lloran un amor perdido; o prueban el acíbar de un remordimiento que emponzoña el resto de sus días.
Aunque imperfecto, creemos haber dado al lector un leve bosquejo de la casa a que ahora lo vamos a conducir. Lleguemos al pie de la colina, hay una portada de hierro, abramos, étenos ya en la vereda de piedra que va en forma de caracol conducirnos al terrazo, llegamos. Penetremos en la primera sala: es una elegante pieza cuadrada con grandes ventanas a la inglesa que dan sobre el frente y costado de la casa, ese cuarto está adornado con lindos y lujosos muebles, la mayor parte de jacarandá; un hermoso piano de Erard, ricos vasos de loza del Japón, llenos de olorosas flores, todo en fin anuncia que los dueños de aquella habitación son gentes colocadas en los primeros escalones de las jerarquías sociales.
Y con efecto el Comendador Gabriel das Neves era dueño y habitante de la hermosa y pintoresca quinta de Botafogo.
Dos personas estaban en ese momento en la sala. El Comendador y su mujer.
El primero sería un hombre de sus cuarenta años, bajito, delgadito, y de esos seres de fisonomía infantil, que llevan hasta la vejez los trazos de la niñez y que nunca parecen viejos. Esa figurita elegante, perfumada de ámbar, y que era siempre uno de los más asiduos bailarines de todas las sociedades, es el Comendador en cuestión.
Frívolo y ligero, le son desconocidas las afecciones profundas, nunca supo lo que era una voluntad propia; tomo siempre el placer, por el amor, y fuera de sus grandes ojos negros, de sus sedosos bigotitos y de sus bellos cabellos castaños, poco le importaba el resto. Se había casado con su prima Carolina, porque su madre así se lo ordenara, y él había obedecido, reservándose el derecho de seducir a las mucamas de su mujer y a todas las jóvenes de su hacienda, que encontraba en su camino; de estos inocentes pasatiempos resultaban siempre ya una infeliz mulatilla, muerta a azotes por orden de su ama, ya una negrita vendida encinta para alguna provincia distante, etc., etcétera.
La mujer del Comendador era una señora casi de la misma edad que su marido: pero de facciones y expresión muy diferentes.
Doña Carolina, era morena, sus cabellos eran negros, sus ojos del mismo color, coronados de largas pestañas y de bien pobladas cejas; mandaba con una mirada y su palabra era rápida así, con su voz ronca y voluminosa. Era baja v delgada como su marido, pero antes que afeminación, bastaba verla una vez para comprender la fuerza de su voluntad y el fuego de las pasiones que
dormitaban en el fondo de su alma ardiente e impetuosa.
En el momento que introducimos al lector al salón de nuestros dos personajes, el Comendador acababa de llegar de la ciudad y enseñaba a su mujer diferentes alhajas que le traía, después que agotaron los elogios a las joyas y otros asuntos de ligero interés el Comendador añadió:
-¡Ah! También estuve en casa de madre; válgame Dios qué gorda está aquella buena señora, hoy estaba muy ocupada.
-Sí -respondió doña Carolina sin interrumpir el crochet que estaba tejiendo-. ¿Y qué hacía?
-Acababan de zurrar a Damiana, ya sabes la vendedora de caramelos, y estaban dando palmetazos a Antonia Mina porque no dio buenas cuentas de los bizcochos.
-¡Qué canalla de negras; no se puede una averiguar con ellas! ¡Pobre mi suegra, qué lidia tiene con esas miserables!
-Pero hija, también es mucha ocurrencia de madre estar quebrándose la cabeza con las esclavas, pudiendo emplear ese dinero en fincas que no le darían trabajo alguno.
-Vaya, déjate de eso: se les da duro a las negras y con el dinero de los dulces se van comprando casas.
-Así será, ¡pero sabes tú que madre tiene unas ideas singulares!
-¿Sobre qué?
-¿No lo adivináis? Hoy me ha echado un largo sermón.
-Pues no faltaba más, ¿que no estoy yo aquí para eso? ¿Voy yo a su casa por ventura a meterme con sus subordinados?
-De cierto que ha hecho muy mal... ¿pero quién se lo ha de decir? Está enojada porque llevamos las muchachas al baile del casino, dice que de repente se van a enamorar de algún estudiante, que tal vez no tenga fortuna, y que después nos ha de pesar.
-La culpa es tuya, ¿por qué llevas a las muchachas?
-Pues como tu madre tiene razón, tratemos de casarlas, principalmente a Gabriela que ya ha cumplido los quince.
-Es la opinión de madre; ¿pero imaginas tú de quién se acordó ella?
-¿Quieres que adivine? No soy bruja.
-Voy a decírtelo, pero no te asustes: ¡el novio que quiere dar a Gabriela es nada menos que mi hermano Juan!
Aquí doña Carolina dio una fuerte carcajada y después de agotar su hilaridad que acompañaba su marido, al compás de los amacones de su sillón de brazos, dijo ella:
-Tiene razón tu madre; tú y tu hermano sois los únicos herederos, casándose Gabriela con él, todo será nuestro desde ahora, porque tú administrarás los bienes de tu yerno.
-Sí, de cierto porque su demencia es incurable.
-Pues no, y en un caso de éstos la dote de la novia corresponde al novio.
-Ya lo creo -dijo el Comendador con cierta risita-; ¡loco y cincuentón!
-¡Qué fortuna para nuestra hija! -exclamó la madre.

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1 comentarios:

Anónimo dijo...

magnífico presente, muy informativo. Me pregunto por qué los expertos lo contrario de este sector no se dan cuenta de esto. Debe continuar con su escritura. Estoy seguro de que www.juanamanso.org tener una base de lectores enorme 'ya!