- UNA MUJER HEROICA – por Violeta –
1838 - (1)

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A mis lectores: El romance histórico de nuestras guerras civiles tiene personajes reales que han sufrido y actuado en ellas; los colores locales y los accesorios del cuadro, son del dominio de la fantasía del pintor que unas veces copia de la naturaleza y otras crea, inspirándose en el corazón. Estos croquis, tal vez imperfectos fueron trazados por mí en edad muy temprana, y vieron la luz de la publicidad en país lejano e idioma extraño, cuando Rosas ocupaba todavía en Buenos Aires la silla dictatorial, y yo no tenía esperanzas de volver a la patria. Si algún mérito tienen, es la pretensión de conservar a los venideros, la tradición escrita de los dolores que han trabajado nuestra sociedad, y de las virtudes ignoradas, cuya memoria debe perpetuarse en la memoria de las gentes por un deber de justicia. No es mi ánimo reanimar la llama de extintos rencores, ni alimentar la preexistencia de odios acerbos de partido: pero la historia íntima de los hechos familiares debe no solo salvarse del olvido, sino utilizarse como lección provechosa de lo que importa el despojo de las libertades públicas y de los derechos individuales. Las guerras civiles del Río de la Plata, constarán de dos partes: la primera, sin nombres propios será el romance de una mujer que ya no existe pero que aun tiene próximos deudos, y que será fácilmente conocida; la segunda parte se denominará "Páginas de la Juventud", y contendrá más de un nombre propio, como crónica social de los incidentes de una época política separada de nosotros por el lapso de veintiocho años. Pido anticipadamente a alguna de mis lectoras, que no se escandalice si ve su nombre en letra de molde: la historia y el romance son de la propiedad del artista. Hecha esta declaración, permítanme mis lectores una ojeada retrospectiva a los sucesos políticos que forman el marco dentro de cuyos bordes van a moverse y vivir los personajes de esta verídica historia, donde trataré de aproximarme cuanto quepa a la verdad histórica.


PANORAMA POLÍTICO

Muchas y muy graves son las inculpaciones que se han lanzado y se lanzan sobre nuestro borrascoso modo de ser: las causas no las ha pesquisado nadie hasta hace poco tiempo, pero aun gozamos en el exterior de pésima fama y aun se estremece nuestra sociedad al impulso de pasiones bastardas. No precisaré las causas de la revolución armada del 1º de Diciembre de 1828. Después de ocho meses de guerra civil, las partes beligerantes llegaron a un acuerdo pacífico y el General Lavalle declaró bajo su firma y con toda la santa inocencia de su alna, que sólo había hallado en los hombres del opuesto bando, "patriotas dignos y hermanos tan amantes de la patria", como el propio Lavalle y los hombres que él capitaneaba. La convención del 24 de junio de 1829, si hubiera sido sincera por ambos contendientes, hubiera traído sobre este país las bendiciones de la paz y de la unión; pero tan leal como era el caballeroso Lavalle era desleal el hipócrita Rosas; de modo que apenas cumplidos por Lavalle los artículos estipulados en el pacto de familia, se enseñoreó Rosas del poder y comenzó la persecución y dispersión de aquellos a quienes acababa de dar el nombre de hermanos. Mandó prender los principales jefes del ejército de línea en que se apoyó el movimiento del 1º de Diciembre de 1828, y éstos, comenzando por Lavalle, emigraron a la Banda Oriental del Plata, que la guerra con el Brasil había erigido en estado independiente. A los jefes del ejército subsiguieron los abogados, como Gallardo, escritores como los Varela y otros. Esto era por el año de 1830. Rivadavia y D. Julián Segundo Agüero que venían huyendo de la revolución francesa que elevó al trono la dinastía de Orleans, no pudieron desembarcar; empezaron a proscribir sin causa, a la vez que se incensaban los funerales de Dorrego, víctima expiatoria de esta gran hecatombe humana de los partidos. Esos funerales de Dorrrego fueron repetidos en todas las parroquias y sirvieron de levadura a la sorda fermentación de los odios populares. Con todo Rosas no se atrevía aun a sentarse de firme en la silla. Servíanle de comodines el Dr. Maza y D. Juan José Viamonte. El día que subió al gobierno un hombre tan honrado e independiente como el general D. Juan Ramón Balcarce, los descontentos o los moderados del partido federal, se separaron en "lomos negros" y federales rojos. Como si dijéramos los Jacobinos y la Montaña. Y 1833 encontró a Buenos Aires en una fermentación liberal que prometía aun reacción saludable; pero Rosas por otro lado, capitaneaba el gran ejército de la expedición al desierto, y cuando el tono de la prensa y los movimientos de las fuerzas a las órdenes del gobierno le revelaron que trataban de anular su ilustre persona, dejó el desierto y se vino sobre Buenos Aires. Balcarce tuvo que fugar derrocado por la fuerza y los "lomos negros" vencidos se dispersaron a la costa oriental. Desde entonces se entronizó Rosas. Algunos muchachos como Gutiérrez, Echeverría, Alberdi, etc., escribían artículos de literatura y versos. Rosas no decía palabra, solo la parte política no la tocaba nadie. Bacle (o Bucle) emprendía la publicación del "Museo de las familias", Echeverría daba a luz sus "Consuelos", Alberdi su "Figarillo". Vino la complicación francesa y el bloqueo de los años 36 y 37, creo. Mientras tanto, en Montevideo, Oribe había subido a la presidencia y el general Rivera se había sublevado no queriendo entregar la comandancia de la campaña, presidencia más real que la de la República. En ese movimiento de Rivera, Oribe había buscado la alianza de Rosas, y los porteños emigrados, encontrándose perseguidos, se plegaron a Rivera, con la esperanza o la condición de: terminada allá la campaña contra Oribe, venir sobre Buenos Aires, contra Rosas. No sé hasta qué grado estarían en ese compromiso los abogados y comerciantes porteños avecindados en Montevideo, lo que sé de cierto, es que una mañana Oribe los mandó prender en globo para transportarlos al Brasil. Una noche la cárcel de Montevideo albergaba dentro de sus muros, lo más selecto de la emigración de Buenos Aires. Aquel mártir, y santo Rivadavia y el Dr. Agüero su inseparable amigo, caían los primeros. De esa vez, tres o cuatro Varelas, Alsina, Gallardo, Valencia, era una bendición de Dios, hombres que como Juan Cruz Varela no tenían un ochavo, se les mandaba ir a Santa Catalina. El Dr. Navarro que apenas había logrado reunirse a su joven esposa. Era un cuadro bien doloroso aquél. ¡Cuántas lágrimas! En 1838, año en que van a desarrollarse los sucesos que voy a dibujar, Buenos Aires estaba bloqueado por los franceses. En la campaña oriental triunfaba Rivera y Oribe concentraba sus fuerzas en Montevideo y el Salto a las órdenes del coronel Garzón. La agitación cundía por todas partes y en Buenos Aires la producía Rosas creando la Soc. Pop. Restauradora, gritando contra los franceses, contra las barbas cerradas, el color celeste, el peinado de pico, los atacados, las gorras, los fraques, etc. Esto era una algarabía de mueras y vivas, de borracheras y orgías. Tal es el panorama político del Río de la Plata en los momentos en que lo presento a mis lectores.

LA ESTANCIA

Era una hermosa tarde en Marzo de 1838. La vegetación empezaba a cubrirse de una tinta amarillenta que preludia la proximidad del otoño. La tierra terminaba su diurna evolución y las caprichosas nubes que coronaban el horizonte visible, apagaban las últimas fajas de luz, anunciando que la noche no tardaría en velar los objetos entre los oscuros pliegues de su densa sombra. Una brisa leve corría sobre las yerbas como tenue estremecimiento que imprime al cuerpo humano una sensación dolorosa o placentera. El campo era árido, y sembrados sin simetría, veíanse aquí y acullá corpulentos ombúes desdeñosos a la brisa e inútiles a la industria. El Pampero solo tiene el poder de doblegar su verde y extensa copa; pero ¿de qué podrá servir su esponjosa madera? A lo lejos velaban graznando bandadas de blancas gaviotas, y en opuesta dirección otras de repugnantes chimangos, buscando en la distancia el cadáver de algún animal donde saciar su apetito. Los relinchos de los potros, contrastaban con los tímidos balidos del corderito, el ladrar de los perros, con el galope seguro de los caballos y el tropel de las reses que encerraban en los corrales. Todos estos ruidos eran el anuncio de que finalizaban las rudas tareas del campesino y los torbellinos de humo de los fogones que el exquisito asado en el asador y el suculento hervido, los esperaban en sus ranchos para restaurarles las fuerzas agotadas por un día de labor a la intemperie sin más desayuno que el mate. Hay en el silencio de nuestros campos, en la aridez de sus cardales, en la extensión de sus llanuras, una poesía agreste que solo podemos saborear los hijos de este pobrísimo pedazo de tierra, impropio a la agricultura por su falta de agua, y fuertemente acentuado con el cuño Asiático.

Sí, hay poesía en esta desnudez del suelo aunque desespere el alma, al contemplar la miseria del hombre, representada por el rancho con puerta de cuero de novillo, y que trae a la memoria la choza del Kalmuko ajena para siempre a los usos de la civilización. La estancia donde comienza nuestra narración, era una magnífica azotea, como se llamaban en el campo los edificios de material. Esta se levantaba blanca y espaciosa en medio de un jardín, hecho a todo costo, con su plantío de árboles frutales dentro de profundas zanjas, su tranquera al frente del edificio, y algo separados en negligencia, los adherentes de toda estancia. Ranchos para peonada, cocinas de fogón en el suelo, ramadas donde colgar la carne, galpones donde guardar instrumentos de labranza y aperos; estaqueadero, palenques, etc. El Interior de esta estancia correspondía al conjunto de su grandeza exterior, magnitud de campos y número de rodeos; lo que quiere decir que estaba bien alhajada, sin faltar en el salón de recibo un retrato del Ilustre Restaurador de las Leyes, máxime cuando el secretario era nada menos que Juez de Paz de aquel partido, si bien su proceder solía estar en perfecto antagonismo con su título pacífico. Hemos dicho que la hora en que avistamos la estancia y vamos a conocer parte de sus moradores, era la en que terminan las rudas faenas campestres y se recogen a las casas propietarios y peones. Llegados que hubieron los que ahora ocupan nuestra atención, y terminados los últimos detalles de desensillar, poner los caballos a soga larga, darles de beber, guardar aperos y etc., el cimarrón empezó a circular mientras se daba la última vuelta al asado. No sé si el propietario de la estancia y Juez de Paz de la Federación hizo algún "toilette" preparatorio de la comida, lo que es los peones, con raras excepciones, nadie se lavó las manos, ni la cara, pero todos probaron el temple de sus cuchillos para arremeter los asados. La comida terminada, como la luna convidase con su claridad a no dormir tan temprano a los cristianos, ya que las gallinas lo hacían desde la oración, y como el silencioso susurro de los campos influyese en la vena poética de los payadores, la peonada y sus mujeres, se sentaron al alero de los ranchos, en chiquillas los unos, sobre muelles calaveras de vacas los otros, y el melancólico compás de las guitarras comenzó a dejarse oír prolongando su vibración a la distancia. Al rato, una voz entre nasal y gutural, empezó a cantar una décima de amor, que concentró toda la atención del auditorio.

Aquí me pongo a payar
Debajo de este membrillo
A ver si puedo alcanzar
Las aspas de aquel novillo
Si aquel novillo me mata,
No me entierren en sagrado,
Entiérrenme por el campo
Donde me pise el ganado
Pues muero por una ingrata
Y muero desesperado.

El cantor habría continuado repitiendo que moría desesperado, si un viejo de la rueda no lo hubiese interrumpido diciendo. —El gallo aletea y va a cantar; son las nueve y media. —Todavía es temprano, respondió una mujer que sin duda gustaba de oír cantar. —Temprano, repitió el viejo, pero viene uno molido del campo y mañana es preciso volver a empezar al venir el día... oigo galopar, añadió después de una pausa.

Uno de los peones, joven, puso el oído en tierra y añadió: —Es un caballo que se dirige a la estancia. Poco tardaron los relinchos de otros caballos y los ladridos de los perros en confirmar las aserciones de los observadores.

Un cuarto de hora de expectativa, y un hombre a caballo, paró en la tranquera. El viejo de la rueda se levantó y acaso por costumbre inveterada dio un vigoroso "Quién vive" - ¡La patria!, contestó una voz fresca y simpática. -¿Qué gente? —Chasque de S. E. el Ilustre Restaurador de las Leyes. —Apéese, amigo, contestó el viejo, y el jinete pasando en su caballo la tranquera echó pie a tierra y se encaminó a la azotea, donde se halló en presencia del Juez de Paz.

EL GAUCHO MIGUEL

Así se llamaba el personaje que a hora tan desusada llegaba a la estancia con pliegos urgentes, al parecer, y con quien vamos a trabar conocimiento. ¿Quién era este hombre Miguel, que ejercía el oficio de chasque para que nosotros nos paremos a considerarlo? Miguel es el tipo de una raza desgraciada, lectores, ¿quiénes son sus padres? Lo ignoro. ¿En qué pago nació? No lo sabe. ¿Qué profesión le enseñaron? Ninguna. ¿Quién le habló de Dios? Nadie. ¿Qué es para él la patria? No sabe. ¿Qué es la libertad? El espacio sin límites y la carrera de su caballo. ¿Cuáles son sus nociones del deber y de la moral? Son palabras de un idioma desconocido que jamás han resonado en sus oídos. ¿Dónde esta su familia? La trae consigo. Él, y su caballo. ¿Tiene ese hombre pensamientos? ¡Quién sabe! ¡Habla tan poco! ¿Quién le dio el nombre que tiene? Una mujer que lo crió por caridad, o que fue su madre, y con ella vivió hasta la edad de diez años, en un rancho aislado y solitario, sucio y desnudo. Un día Miguel se encontró solo en el mundo porque su compañera murió, y él arrojando sobre su cuerpo algunas paladas de tierra se alejó solo y huraño (sic) a la aventura.

Un hombre de diez años, sin saber leer, montaraz y callado, sintiendo sí, una péndula que golpeaba acelerada a veces en el interior de su pecho, y un deseo vago de prescruptar (sic) lo que existe más allá de las regiones azules del firmamento, como esperanza de consuelo. Conforme fue creciendo, Miguel buscó ocupación para no andar desnudo, porque un instinto natural lo impelía a vestirse con la elegancia del gaucho y a enjaezar su caballo con los arreos del petimetre. Ese hijo de la naturaleza era como la flor espontánea del campo, un visionario, un poeta, un hombre de sentimientos nobles, tosco como el brillante antes que lo modele el lapidario. Era un tipo de hombre distinguido, bello de rostro, suelto en sus maneras. ¿De dónde provenía todo eso? Es fácil explicarlo. A veces un hombre elegante de la ciudad, en algún viaje a la campaña, avista una tentadora chinita, o simplemente una gauchita blanca, y si es rubita mejor. Un par de días que se demore basta para hacer una travesura de joven y seguir adelante. Ocho días después se olvida una de la aventura, pero nueve meses después, saca una criatura que suele costar la vida a la madre, por más de un motivo. ¿No sería ese el caso de Miguel? ¿Cómo explicar de otro modo, la blancura de su cutis, lo sedoso de su rubia cabellera, el azul triste de sus ojos, su repugnancia a la bebida, al cigarrillo, su gusto en el vestir, el olor a trébol de su ropa, su lenguaje comedido, en una palabra, la excentricidad de su modo de ser, su pie fino y su mano elegante? Le gustaba el juego de la sortija y desdeñaba la taba y la baraja. Era el mejor domador, y el más apuesto corredor de carreras, el chasque más veloz y de confianza, pero huía de barullos y de grescas. No aceptaba disputas ni camorras, y recibía indiferente los agasajos de las mozas de su clase. Son misterios de las naturalezas superiores. Si un ebrio salía a pelearlo le volvía la espalda. En las mujeres no buscaba el placer sino el amor. ¡Pobre Miguel! Miguel no quería sino un solo hombre: a Rosas; y éste lo recompensaba largamente de su oficio de chasque. Ahora que lo conocemos personalmente, es preciso que echemos una ojeada sobre el digno Juez de Paz a quien tendremos el honor de presentar a nuestros lectores.


UN JUEZ DE PAZ DE LA FEDERACIÓN DE ROSAS

En nuestra campaña inmensa, cada partido podría ser una provincia, de modo que gobernado por un solo juez de paz, se parece éste con un visir turco como dos gotas de agua; en tiempos de atrás esto era peor. Un Juez de Paz era la autoridad, cosa que dispensaba (y creo que aun lo dispensa hoy), de ser afable, cortés y moderado. Los jueces de paz de nuestra campaña, por regla general son el flagelo de los pobres gauchos, sin la menor noción de derecho. El Juez de Paz tiene a sus órdenes el estaqueo y el cepo; lo primero creo que ya no está en moda. Pero en cuanto al cepo, todavía está en su apogeo con acompañamiento de sablazos, atar codo con codo y otros usos liberales y republicanos de nuestra invención. El Juez de Paz en cuestión era del número de los sicarios de Rosas. Un hombre gordo, bajito y panzón, con voz de falsete y hablando por las narices; que no se sacaba el chaleco colorado ni para dormir. Era federal hasta la médula de los huesos; pero federal a su modo, para perseguir a los unitarios; y respecto a teoría gubernativa estaba tan a oscuras como cualquiera hijo de vecino. La federación para él era Rosas, y no tenía necesidad de otro credo político que la cinta punzó de su chaqueta, el cintillo de su sombrero y la testera de su caballo. Con una cara morena apambazada (sic), el sombrero encasquetado en la nuca, era hombre que reía poco y tenia en muy alto concepto sus majadas y sus rodeos. Sus pies, que no se lavaban jamás, estaban identificados con sus botas, y estas con sus espuelas. Era hombre pulcro en sus gustos, por eso comía las sopas de fideos con tenedor y la carbonada con cuchara. Limpiaba el plato del dulce con el dedo índice y lo chupaba después. Escarbábase los dientes con la punta del cuchillo, y las narices con los dedos, entreteniéndose en hacer bolillas con el contenido y arrojarlas al aire. Su tirador, donde guardaba los cigarrillos y el yesquero, tenía doble fila de onzas de oro. Era soltero, y bastaba a sus necesidades morales, dejar caer el poncho donde pedía. Murmurábase que tenía hijos de todos colores, asunto a que él daba poca importancia, porque tenía invariables teorías respecto a las mujeres; lo que no le impedía darse aires de conquistador en los bailes del pueblito, ni obstaba a que más de una buena mamá lo creyese un buen partido para casar, mediante sus ovejas y sus vacas. Cuando le anunciaron el chasque de S. E., el buen Juez de Paz roncaba de sobremesa, pero se levantó al punto y tomando sus aires pifatunos (sic) más importantes, mandó venir al mensajero a su augusta presencia; azorado dentro de sí de su importancia política, que llamaba la atención al punto de merecer los honores del chasque expreso. No reprochemos a este inocente Juez sus ilusiones de óptica, son ellas tan generales entre la gente de alma diminuta!


LA ENTREVISTA

En presencia del Juez de Paz, Miguel sacó un pliego cerrado y sellado de su tirador y lo entregó en silencio. -Dios lo guarde, paisano, dijo el Juez de Paz tomándolo.-Dios lo guarde a Usía: entérese del oficio.

El benemérito funcionario se puso los espejuelos, porque era medio cegatón, y Miguel se recostó en el marco de la puerta castigándose la bota con el chicote; mientras el Juez de Paz lee atónito el mensaje, entretengámonos en analizar el mensajero.

Era, como hemos dicho, un joven de 24 a 25 años, alto, elegante en su porte, de facciones remarcablemente hermosas, rubio, ojos celestes y altivo en sus maneras. Vestía chiripá y camiseta punzó, bota granadera a la rodilla y un poncho "bichará" blanco con fajas celestes. En la abertura del pecho, un cintajo colorado con el retrato de Rosas, y un gran cintillo punzó en el sombrero panza de burro. Un tirador reluciente de monedas de plata ceñía su delicada cintura y, a pesar de ser considerado contrario a la Federación Santa, crecían por igual su barba y su bigote. Esa barba y su poncho blanco y celeste si no eran cosas del gusto del Dictador, las toleraba a lo menos porque harto sabía, quién era Miguel en punto a política. Pensativo y medio vuelto de espaldas, Miguel no se cansaba de contemplar el firmamento y de mirar las sombras como si sus pupilas pudiesen lanzar chispas que iluminasen las tinieblas de la noche. Por su parte, el Juez de Paz había leído sin pestañear, había tragado la saliva, tosido, quitádose los espejuelos, armado un cigarrillo, encendídole, vuelto a ceñir las gafas, y arrojando espirales de humo por las chimeneas nasales, parecía que estaba como al principio, entendiendo cada vez menos. Usando de nuestro privilegio de cronistas, te convido, lector, para arrojar una mirada por sobre el hombro del Juez de Paz y recorrer conmigo el oficio que había traído el propio.

Buenos Aires, Marzo.....1838.

¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes Unitarios! ¡Viva el Ilustre Restaurador de las Leyes! A los 28 años de la Independencia y nueve de la Confederación Argentina. Al Sr. Juez de Paz del partido de......De orden de S. E. el Ilustre Restaurador de las Leyes, se le previene a V. que haga afeitar a la mayor brevedad posible todos los hombres de ese partido que tengan pelos en la cara. Esto es, pueden usar bigote y patillas a la antigua española, pero de ningún modo patilla cerrada que forma U y quiere decir unitario; y como estos inmundos, salvajes asquerosos, soeces y excomulgados no son Argentinos y sí enemigos perversos de la Santa causa de la Federación y de la persona del Ilustre Restaurador de las Leyes, S. E ha creído oportuno prohibir el uso de la barba cerrada y patillas de U. Debe V. también cuidar en que no decaiga el uso de la divisa punzó y testeras federales, para bien de la patria y de la Santa causa de la Federación. Que los domingos antes de comenzar la misa, se den los vivas y mueras de ordenanza y en toda pública celebridad. Dios guarde a V. muchos años, etc. El mensaje era una sopa de ensalada y el Juez de Paz tomó la tarea de escarbarse la nariz y examinar los productos químicos en ella depositados a ver si comprendía mejor o le venía una idea. Efectivamente, vínole una, conversar con el chasque.

—Apropinguese, amigo, velai una silla. Miguel se sentó cruzando una pierna y continuando a golpear la punta de su bota. —Sírvase un cigarrillo; dijo el Juez de Paz después de armar uno. —Muchas gracias, no fumo. -¡Qué me dice! no pita, amigo! -No señor: muchas gracias, repitió Miguel. -A ver si le hago dar un cimarrón; y el juez se levantó para llamar gente. -Muchas gracias, no tomo mate; contestó Miguel. -Qué me dice! Con que ni fuma ni toma mate.-Así es. -Pero tomará un trago; ginebra, caña? vino? licor de rosa? -No acostumbro tomar bebida. -Es posible! y qué tomará entonces? quiere cenar?-Muchas gracias, cené por el camino. -Paró en alguna posta? -De a caballo no más. -Qué mozo raro! ni pita, ni toma mate, ni echa un trago, ni cena! Miguel se sonrió, pensando en su entera independencia,-Pero sabrá conversar? -De lo que guste; replicó Miguel -Qué tal anda el viejo? (era el nombre familiar que le daban a Rosas sus adictos). -Anda bueno, a Dios gracias. -Y la ciudad; qué tal la dejó? -Lo mismo de siempre. -Conque los unitarios dan siempre mucho que hacer? -Así parece. -No ha sabido nada V. a su salida? -Izque dicen que se ha escapado un unitario de la otra banda y pretende subir el Paraná. El juez abrió los ojos, paró las orejas y arrojó su pucho. La estancia en que estamos, distaba pocas leguas del Paraná. -¿Con qué hay todo eso? -Así es. Contestó el lacónico Miguel. El Juez de paz comenzó a pasearse con los brazos a la espalda. —Será preciso vigilar la costa si hay eso? -Así es. Volvió Miguel. -Este es un gaucho taimado; dijo para su coleto el juez de paz. -Y él viejo no te ha dicho nada en particular para mí? -Que haga cortar monte en la orilla del río. -Del río Paraná? -Pues. -Ah! El digno Juez de paz comprendía recién que la comunicación urgente, no era sólo hacer rapar la cara al prójimo, sino vigilar la costa, agarrar tal vez algún proscripto que subía para Corrientes u otro punto de la costa argentina; encantado de su descubrimiento, el hombre se entusiasmó y sirviéndose una copa de ginebra para entrar más en calor, dijo. -Cuando menos el viejo ha tenido aviso de algún salvaje unitario que viene a desembarcar para hacer revolución?-Todo puede ser. -Eso es, amigo! No lo dude, lo he colegido al vuelo, porque tengo una nariz! Yo! mire, huelo la cosa de a leguas. No es por alabarme, pero ni federal como neto, ni mejor patriota, ni más amigo del Ilustre, ni político más fino me encuentra cien leguas a la redonda. Desde que lo vi entrar olí el negocio, y dije, aquí anda gato encerrado. Mire, si yo debí estudiar para Dotor. El juez siguió entusiasmándose en la contemplación de su individualidad y Miguel, callado, chicoteando su bota: quién sabe si lo escuchaba. -Entonces, añadió el Juez, desde mañana temprano hago vigilar la costa. -Será mejor que vamos en persona. -Vamos! repitió el Juez. Bueno, si V. quiere venir. -Debo ir. -Debe ir ? sí; eso es, eso quise decir: iremos; pero qué haremos allá?-—Cortar leña. -Cortar leña en marzo! Los árboles están verdes, -Se disimula. —Sí, la peonada no entiende de esto, no sabe la política. Esto me causa trastorno a las faenas de la estancia, pero dejaré un capataz, lo primero es la patria. Y, cómo ha sabido el viejo?-Le avisaron del otro lado tal vez. -Mire que es hombre hábil D. Juan Manuel! Y tiene espías por partes.-No se dice quién es el unitario? -No sé, señor. -Pero atracará el barco en que venga a la costa? —Tal vez a tomar carne. —Y voy yo a bordo y viendo que es un unitario, allí no más lo agarro y se lo mando al viejo? -Lo llevamos. -Eso quise decir; lo traigo aquí.-Por el río mismo volvemos la rienda. -Pero vea cómo me adivina el pensamiento! -Buenas noches, ya no hay más que platicar. -Le haré hacer una cama?-Muchas gracias; duermo bien en mi recado bajo un ombú. —Como guste; pase bien la noche.

Miguel se alejó y el Juez de Paz después de cerrar la puerta, murmuró a manera de gruñido sordo: -Maldito seas tú y el Restaurador y los federales y los unitarios! tener que dejar uno su casa tirada para ir a donde le dé la gana a otro! ojalá se los llevasen los diablos a todos! Mejor era el tiempo de la España, que todos estaban tranquilos en su casa. El digno patriota, el entusiasta federal pensaba así... Echaba de menos la colonia porque sus intereses sufrían con el cumplimiento de las órdenes que lo apartaban de su casa, a lo menos en aquel tiempo bendito de la colonia, los criollos eran menos que cero. No querían patria? repetía acostándose; pues tomen patria! ¡Ah! Señor! Cuándo se acabarán estas guerras! Decían que así que tuviese Rosas las facultades extraordinarias! Mañana! Ahora lo que hemos ganado es tener todos el pescuezo en un hilo!


LA BALANDRA "CONSTITUCIÓN", SU CAPITÁN Y PASAJEROS



El primer paquete a vapor que vino desde Norte América al Río de la Plata a probar fortuna, y enseñarnos el ahorro del tiempo, fue allá por el año del Señor de 1835. Causó él grande novedad, pero el terror que inspiró su roído fue tan invencible que no pudo obtener boga. Nosotros somos así, las cosas como las ideas nuevas, cuando no nos asustan, nos repugnan. La navegación de los ríos se hacía en lanchones y balandras, y la travesía del Plata, en goletas: ¡Qué sucias, incómodas y pesadas eran aquellas embarcaciones donde abundaban el olor de alquitrán y las cucarachas!... Los tiempos están bien cambiados, hoy numerosos vapores surcan nuestros ríos y vase de Buenos Aires a Montevideo en quince horas, cuando antes gastábanse dos días, tres, cuatro, hasta una semana. Hemos progresado, a lo menos en estas mejoras materiales. Al primer vapor corrió la gente a la ribera a verlo y llámesele el monstruo; hoy hasta nuestros campesinos suben sin susto a las carretas sin bueyes (alias, trenes del ferrocarril). Terminada esta digresión, vamos a encontrar una balandrita perezosa que después de varios días de navegación va surcando las aguas del Paraná contra la corriente. Tiene en su proa una figura de mujer que lleva sobre el seno un libro cerrado sobre cuyas tapas se lee "Constitución". Esta palabra, lector, no quiere decir gran cosa entre nosotros, no se refiere precisamente a un "derecho", sino a un libro sobre el cual todos disputan y perjuran, (juran, he querido decir). Un barquichuelo que llevaba Constitución por delante y por detrás, esto es, por la proa y por la popa, diríamos hoy que estaba blindado a la traición; pero en aquella época ni habían encorazados (sic) ni se habla inventado el verbo "blindar". Este lujo constitucional, no impedirá el desarrollo de los sucesos que vamos a narrar. Era una mañana de marzo, preludios de otoño, y de los árboles empezaban a caer hojas amarillas que sin ruido arrastraba la corriente. Como donde hay árboles hay pájaros el canto de estos alados trovadores de la selva, interrumpía el silencio gratamente: luego un cielo azul, un aire tibio aún de las brisas del estío en despedida; el magnífico panorama de un anchuroso río, la hora, todo era bello. Examinemos el cuadro que presenta la cubierta de la balandra. En la proa hay unos dos o tres marineros que cosen las velas del barco, o remiendan sus trapos. Un loro entretanto hablaba sin cesar en todos los idiomas, no sin que su lenguaje estuviese exento de ciertas voces enérgicas e inusitadas: a la vez que mandaba el ejercicio, pedía besos y daba la pata, cantaba la media caña en puro español y gritaba vivas y mueras: era un divertido animalito. El patrón del buque estaba en pie en la popa con un pito en la boca, de donde arrojaba anchas bocanadas de humo hediondo de tabaco negro. Era él un hombre bajito y regordete, con una gorra de cuero de mono hasta las cejas y un gabán hasta el tobillo. Usaba toda la barba, y tenía una cicatriz sobre la nariz, que lo había hecho ñato a la fuerza. Su aire indiferente ocultaba la profunda perspicacia de su mirada escudriñadora; con la que no perdía de vista los tres pasajeros de bordo: eran estos un hombre, una mujer y un niño. El hombre leía por hábito, pero en su rostro pálido y triste se notaba una expresión marcada de inquietud. Sus ojos erraban de las márgenes del río a su mujer y a su hijo y luego al patrón del barquichuelo. Este hombre, todavía joven, había sido ya harto probado por la desgracia y con todo, estaba en los primeros capítulos de la dolorosa historia de su vida. Su mujer, de una edad con él, sentada a pocos pasos, se ocupaba en una labor de aguja, pero no estaba más serena que su marido, y lo observaba a hurtadillas estremeciéndose dolorosamente. También ella miraba el río, los árboles, el cielo, el patrón del barco, su marido y su hijo, y para engañar sus tristes pensamientos cosía un instante como para que su imaginación parase de atormentarla. El niño, que representaba tener ocho años, estaba recostado a la borda de la balandra con una caña y un anzuelo, pretendiendo ocuparse de pescar. A veces, reía de la charla del loro y la provocaba; otras buscaba la sonrisa de sus padres, y si los encontraba preocupados parecía recogerse en sí mismo también. El infortunio es una dura escuela donde temprano aprende el hombre a pensar y a sentir: por eso Alberto (es el nombre del niño), cuando veía a su padre triste y distraído, o sorprendía el suspiro comprimido en la madre, levantaba su caña de pescar, la arrimaba a un lado y venia a hacer una caricia a su madre y a prometer a su padre que iba a pescar un pescado muy grande, grandísimo. Acariciado alternativamente por los dos, el niño se alejaba reprimiendo un suspiro con el corazón oprimido instintivamente pero disimulando porque ya sabía ocultar sus penas. ¿Qué familia es ésta? Lo diré. Es una de esas parejas que se avistaron casi niños en los umbrales de la vida, se amaron, se unieron y viven uno para el otro. Ambos eran nativos de Buenos Aires; hubieran podido vivir felices, sin las discordias civiles que aun desgarran el seno de nuestra patria. En 1828 el joven Dr. Arévalo pertenecía al partido unitario, mientras el padre de su esposa, era uno de los jefes del partido federal; eso es, la guerra civil, la desunión del bogar y de la sociedad. En 1829, Arévalo era nombrado ministro, y su suegro desterrado a Bahía Blanca. En 1830, el joven Dr. vivía en la Biblioteca, era el bibliotecario, basta que después de la caída de los "lomos negros" en 1833, su habitación fue atropellada, hubieron de asesinarlo y tuvo que fugar a Montevideo merced al valimiento de su suegro. Vivía tranquilo como puede estarlo un desterrado político que tiene la vista fija en la patria mirándola sufrir. Su mujer, dotada de un carácter enérgico, y de un espíritu que sabía sobreponerse a las contrariedades de la suerte, lo alentaba en sus horas de angustia. Por otra parte, era padre de un hermoso niño, y el amor de su mujer era tan extremoso, que sufría el destierro casi resignado. Ella hubiera podido quedarse en Buenos Aires; pero jamás se le ocurrió que podía vivir separada del hombre a quien había ligado su destino, su vida y su porvenir. Ejerciendo él su profesión de abogado, ayudándole ella con su economía doméstica, sólo quedaba el sinsabor de la ausencia de la familia y el dolor de la suerte que corría el país.

En 1837, Oribe lo incluyó en una lista de proscripción a la Isla de Santa Catalina, sin que en esa dolorosa prueba lo abandonase su amada Celina. Los pobres argentinos, perseguidos como en otros tiempos los indios, eran transportados al Brasil, donde ningún recurso se les ofrecía para vivir. Arévalo, a los cuantos meses de estancia en Santa Catalina, volvió a Montevideo, rogando a Oribe le permitiese pasar a Corrientes, donde un primo suyo era gobernador, y donde podría vivir de su profesión. Concediósele el permiso sin bajar a tierra, y todavía en esa circunstancia fue ella quien hizo todas las diligencias precisas para el arreglo del viaje. Un joven italiano, patrón de la balandra "Constitución", y a quien Arévalo había defendido en otra ocasión, se comprometía a llevarlos con toda seguridad hasta Corrientes. Un día, pues, se trasbordaron del portón que por escarnio se llamaba también Constitución aunque con el antifaz de batería flotante, a la balandra "Constitución" navegando bajo la bandera oriental.

Ahora que estamos (comió dicen los viejos) en antecedentes, echemos una ojeada retrospectiva, a la salida de la balandra del puerto de Montevideo para saber por qué en vez del joven patrón Lostardo, manda la embarcación la figura que ha poco dibujamos en la popa y cuyo nombre es Angelo por una aberración inexplicable del destino. Cuando el Dr. Arévalo había solicitado desde la rada de Montevideo pasar a Corrientes donde estaba a la sazón de gobernador "un primo suyo, Oribe había consultado a Rosas, pareciéndole melindroso el caso de conciencia política. Rosas le contestó que era una bella oportunidad entregarle aquel enemigo, él que no dejaría de prepararse a hacerle un mal tercio desde Corrientes. De esto procedía la fácil condescendencia de Oribe. Fácil le fue seguir los pasos de la Sra. de Arévalo y saber el buque de su elección. La antevíspera de la partida, Lostardo recibió orden de apersonarse al despacho del Presidente: y el joven marino, un tanto entre ufano y confuso, acudió a la cita. Asistamos al coloquio, que entre ambos tuvo lugar. Don Manuel Oribe era un hombre alto y enjuto, color moreno cetrino, facciones regulares, rostro largo, cabeza entre cónica y frente estrecha. Su largo y espeso bigote le daba un aspecto militar, y sus ojos verdosos solían brillar con expresión siniestra si una contrariedad alteraba su temperamento bilioso sanguíneo. Manuel Oribe cuando joven había sido muy celebrado por su bravura en la guerra contra el Brasil; hablando de él decía el poeta D. Francisco Acuña de Figueroa.

Del invicto Oribe

El luciente acero
Mostraba el sendero
De la heroicidad;

Sus bravos Dragones
Siguiendo su ejemplo
Llegaron al templo
De la libertad.

Oribe ocupó en esa guerra el puesto de Coronel de Dragones, y aun creo que había peleado en la guerra de la Independencia Americana contra la España. Era un hombre modesto en su vida privada, de modales simpáticos, afable, viviendo con suma moderación. Había subido a la presidencia con grande alborozo nacional, y sin nuestras eternas y funestas luchas de partido, acaso en vez de ser el azote de los pueblos argentinos, habría sido un magistrado íntegro en su patria. Agriado por la revolución de Rivera, y contaminado por la amistad de Rosas, Oribe dejó de ser lo que hasta allí y se volvió otro hombre. Notable en su sencillez, aun en el alto puesto que ocupaba, y jamás tan alto funcionario público llevó más lejos en el Estado Oriental la simplicidad republicana. En la época que vamos a conocerlo, Oribe era todavía un hombre interesante y joven, pero ya los pesares políticos habían alterado mucho su carácter. El joven marino que había hecho llamar a su presencia era uno de esos nobles hijos de la Italia, educado entre las borrascas del océano con poca instrucción, pero naturalmente bien inclinado y que en vez de servir la tiranía de los Borbones o la tiranía Teocrática de Roma, era viceversa culpable de Carbonarismo y afiliado a la "Joven Italia".

Lostardo entró, pues, haciendo cortesías y dando vuelta su sombrero redondo, entre las manos, tropezando con las sillas y sudando a mares al verse en la presencia del Presidente. Alma candorosa, Lostardo tenía los ojos negros rasgados, la frente ancha, la nariz aguileña, los labios carmesí fáciles a la sonrisa; el sol y la brisa salobre del mar habían tostado sus mejillas y su pecho, pero de su frente blanca como el alabastro caían profusos los negros ensortijados cabellos. No tenía barba, y su labio superior estaba apenas sombreado de ligero bigote. Un aro de oro brillaba encima de sus orejas y una corbata verde y punzó sujeta con un anillo de oro pasaba por bajo del blanquísimo collarín de su camisa. Lostardo había servido bajo las órdenes de Garibaldi en la guerra de los Farrapos, terminada ésta y deshecha la escuadrilla, el joven marino navegaba a Corrientes en la balandra "Constitución", de la casa de La Sota y Ca, en Montevideo, esperando reunir unos pesos, comprar una ballenera y casarse con cierta italianita que era para él lo que Leonor para el Tasso y Laura para Petrarca.

Oribe examinaba en silencio a Lostardo y tal vez no le agradó mucho la pinta porque hay fisonomías que revelan con inequivocables (sic) rasgos que su dueño no sabe transigir con el delito; así como otras cantan de lejos y de plano que sus tenedores sen palo para toda obra. Oribe atacó el diálogo bruscamente.-¿Cuándo dará V. a la vela para su destino? -Creo que pasado domani, Sr. Dn. Presidente, contestó Lostardo procurando salir del paso... -¿Lleva pasajeros? -Una famiglia sola, Sr. Dn. Presidente. -¿A Corrientes en derechura? -A Corrientes. -¿No tocará en algún punto de la costa del Paraná o en la Bajada? -Oh, no, Sr. Dn. Presidente! llevo uno emigrado arquentino; e se le sucedeba argo pe mea curpa... -Tengo orden de ofrecer a V. una cantidad de onzas porque toque a tierra en el Paraná.

Lostardo quedó sin resuello; el corazón le latía contra las paredes del pecho a punto de ahogarlo, y sentía la voz anulada en la garganta. Tenía tentaciones de echarse sobre Oribe y darle una felpa de puñetazos; pero un pobre marinero no trompea con tanta facilidad a todo un Sr. Presidente aunque sea de la República. -Acepta V.?, preguntó Oribe al joven al que había visto palidecer y enrojecer a la vez. —Se lo haciba, Sr. Presidente no mi pare del bene... e sun amico de cuel signore... -Es una cantidad respetable, 200 onzas. La vergüenza ahogaba a Lostardo. —Capite, Sr. Dn. Presidente, io non sonó un Juda, ne per un milion. —Está bien; guarde V. silencio absoluto sobre lo que acaba de pasar; retírese. Lostardo salió tropezando y haciendo cortesías como había entrado, y cuando se vio en la plazuela del fuerte empezó a respirar recién, gruñendo entro dientes: birbante! Pero Lostardo había salido por una puerta, y por otra había entrado un personaje que, de singular, tenía una cicatriz en la nariz que lo había hecho ñato a la fuerza. Oribe tenía la vista fija en la puerta por donde había salido Lostardo y en su mirada había una rabia concentrada, imposible a describir. Hay en las leyes morales de la justicia divina un castigo invisible al que inútilmente tentaríamos escapar. Oribe se sentía humillado por la honradez de aquel pobre joven perdido entre la multitud de los que ganan el pan al sudor de su frente y no prostituyen su conciencia al oro. Envidiable lealtad de la dignidad humana que nada reemplaza ni altera ante los ojos de Dios! Pobre y puro, Lostardo prefería la amistad del proscripto a la fortuna que le brindaban, prefería su pobre sueldo de marino a la plata ganada por medios nefandos y reprobables, sin mayor trabajo! —Acaso el pensamiento de Oribe se volvía a los tiempos en que él tampoco habría sido capaz de urdir una traición, acaso pensaba en su juventud pasada en los campos de batalla, en su regimiento de Dragones, en su integridad perdida y en su honradez para siempre maculada! Oh! el primer paso en la carrera del crimen arrastra lejos al hombre a su pesar! Entonces tramaba la venta de Arévalo; años después armaría el brazo de Cabrera y pagaría el asesinato de Florencio Várela! Infeliz Oribe, más infeliz que tus víctimas, porque el epitafio de tu tumba es la maldición de la posteridad! —Oribe se volvió al desconocido que acababa de entrar y le dijo secamente: —Conoces al patrón de la balandra "Constitución?" —Sí, Excelencia, respondió con acento catalán. —Es forzoso que tomes tú el mando de ese buque; por los medios que sean posibles. —Sí, Excelencia. —Mañana a la noche debe quedar esto decidido. — Sí, Excelencia. —Tienes 300 onzas; cíen por deshacernos de este mozo, y 200 por el preso. -Paga adelantada como siempre? -Ya lo sabes. Yo iré a vigilar la ejecución de la empresa; hasta mañana a la noche, en el muelle Lafion, a las diez. —Hasta mañana a la nocbe, en el muelle de Lafón, a las diez, repitió automáticamente Angelo.

EL CAFECITO DE SAN JUAN

Desde 1810, los Cafés han representado un papel demasiado activo entre nosotros para no bosquejar, aunque a la ligera, su fisonomía de otros tiempos. Desde la posada del Sol en la vereda Ancha, el café de Catalanes hasta el moderno café de París, y el del Plata y otros, esas casas han sido el teatro de las agitaciones políticas que nos han venido convulsionando. El café de las Victorias, en los años 26, 27 y 28, fue el "rendez voús" de la sociedad más selecta y más barullera de aquel tiempo. Allí provocaba homéricas carcajadas el andaluz D. Rafael Martínez con sus chistes y sus pasadas al diminuto Albistur, a quien persuadía haberlo visto ahorcar en la Habana el año once; mientras Albistur le afirmaba que ese año lo había pasado en Cádiz. Allí iba Balbastro, conocido por sus arranques; allí recitó su canto a Ituzaingó, Juan Cruz Varela parado encima de una mesa; y allí una noche hubieron de asesinarlo como redactor del Granizo. El fraile Rabelo entre otros. Fue una noche de alboroto en Buenos Aires que terminó por la prisión de los injuriados y el triunfo de los agresistas (sic) -Montevideo nuestro hermano más tranquilo, sólo tenía tres cafés en 1829. El de D. Antonio, que repartía comidas para fuera, el de la esquina de las calles San Gabriel y San no sé qué, y el Cafecito San Juan donde se reunían a veces los Hermanos de la Caridad a comer escabeche de perdices y pescado frito caliente con buena ensalada de lechuga. Nuestros mayores eran más modestos que nosotros. Sus cafés estaban solo enladrillados, las mesas eran de pino y los asientos bancos de palo. Cuando más, un toldo en el patio, y ya era lujo. Los espejos, el champagne, los grogs, los pastelillos de ostras, los helados, no se conocían y un vaso de agua fresca con panal se consideraba un regalo. Servíase el chocolate en vaso con tostada pequeñuela. Me gustaba ir al café de la Victoria cuando lo tenía Munilla, y mi padre porque echase una relación u oda patriótica me pagaba el codiciado chocolate; pero basta de digresión, vamos al cafecito de San Juan. La nomenclatura de las calles de Montevideo era sacada del Almanaque, lo que quiere decir que cada calle estaba bajo el patrimonio (sic) de un Santo; y el cafecito de San Juan deriva su nombre de la calle en que estaba situado. Casi al bajar a las bóvedas, viniendo de la plaza Matriz, veíase un cuartejo de teja con una puerta de postigos que se sacaban de día y -una ventanilla de reja a la calle. El interior de la pieza era aseado, aunque pobre y vulgar. Decíase que el dueño tenia buenos pesos, lo que no sería de extrañar en aquellos tempos de calma. Con todo, no era orgulloso si era rico y no había perdido la costumbre de ir en persona al muelle por el pescado y servir a sus parroquianos con esmero tratando, sobre todo, de conservar dos cosas esenciales: el buen nombre de su casa y la fama de sus comidas.

En el momento en que introducimos el lector al cafecito de San Juan, serán cosa de las nueve de la noche, y las mesas están ocupadas con gente de buen apetito que mueve con presteza las mandíbulas. De la pieza sale hasta la calle un olor tentador que convida a los paseantes. Cénase en silencio, no solo por absorber la atención la cocina del cafecito, sino porque la crisis por la que pasaba la plaza de Montevideo era bastante a preocupar el espíritu público. Rivera triunfaba en toda la campaña y se temía verlo sobre Montevideo todos los días. La Guardia Nacional estaba sobre las armas; en fin, eran tiempos de prueba, y cuando no es pascua por acá ? Eran, como llevo dicho, las nueve y entre los parroquianos del cafecito, se encontraban dos conocidos nuestros. Lostardo sentado con modo preocupado, y Angelo el Catalán, así llamado, cenando como buitre. Desde que salió de la presencia de Oribe, Lostardo sentía una inquietud vaga; había querido advertir al Dr. Arévalo y el rubor de confesarle su integridad lo retenía, porque los caracteres pundonorosos tienen esa propiedad, un elogio les hace el efecto de una censura a los presuntuosos y el descubrimiento de un delito a los criminales. Hay gentes que ponen tanto cuidado en ocultar sus buenas cualidades, como empeño en alabarse a si mismos ponen otros, Lostardo había permanecido a bordo un día y la tarde, víspera de su partida, había bajado a tierra por despedirse de su novia; el pobre mozo no se animaba a partir sin verla. De vuelta de la visita entró a cenar al café, porque a los veinticinco años el amor no riñe con el apetito.

Angelo el Catalán por su parte no había perdido de vista a Lostardo y desde que lo supo en tierra le siguió la pista, lo espió haciendo centinela mientras el joven estuvo con su amada y lo siguió al retirarse sin plan premeditado, pero pronto a aprovechar la ocasión. Dejó pasar a Lostardo adelante y cuando lo vio entrar en el café entró detrás de él. Aprovechando un momento de silencio, Angelo levantó la voz diciendo: —Excelente cena, patrón; viva España y su cocina. Parece que la mayor parte de los concurrentes eran españoles, porque todos aprobaron. El dueño de casa contestó: —Yo no entiendo de la cocina moderna, soy español viejo; pero aseo eso sí prometo, y la comida de mi casa puede comerse sin escrúpulo.-Cabal, siguió Angelo. Para comer, yo elijo siempre el cafecito de San Juan: esos malditos bodegones italianos, ni verlos, son la inmundicia mayor del mundo. -No es tanto, comentó el dueño de casa, hay fondas italianas muy buenas. -No me hable V. de italianos porque son la plaga mayor que ha venido a esta tierra. Ellos y sus ravioles y sus tallarines... Varias voces protestaron a favor de los ravioles y de los tallarines. Lostardo lanzó una mirada de cólera al antagonista de las comidas de su país y no pudo esquivarse de responderle. -Cada tierra tiene sus costumbres. A los italianos nos gusta lo ravioli e lo tallarini. -Por cierto, dijo Angelo. Pero qué quiere V., no puede uno dispensarse de criticar. Y con franqueza, no lo digo por V., pero los italianos son mala gente; alevosos, falsos, no me gustan. -En todas las partes hay buenos y malos... -Sí, pero los italianos son como la langosta asolan por donde pasan. -Yo per la mía parte vivo de mío trabaco. Replicó Lostardo que se iba amostazando por grados. —No lo digo por V., pero vea lo que son los italianos, en la Guerra de Río Grande han andado con los farrupillos que eran una bandada de ladrones. Y Garibaldi con su escuadrilla, qué ha hecho? Saquear los buques mercantes, nada más.

Al oir atacar a Garibaldi, Lostardo ya no pudo contenerse. -Mentite come un cane! gritó ciego de ira.-¿Cómo que miento? -¡Sí, mentite perqué yo ho servito soto il Comentante Garibaldi é il piú galantuomo del mondo. -Garibaldi es un aventurero, un ladrón! La botella que tenía Lostardo a la mano, voló en derechura a la cabeza del Catalán: éste contestó con otro botellazo que fue a estrellarse contra la pared: el dueño de la casa y los concurrentes se pusieron de por medio, por un momento todo fue una confusión de gritos y de denuestos de un lado, de exhortaciones pacíficas del otro, por fin el dueño de casa pudo hacerse oir. -No quiero desorden en mi casa, señores: a ver, pague cada uno lo que debe y márchese de aquí. -Cuesto hombre ma provocato! decía Lostardo. -Este traidor me tiró primero con la botella, replicaba Angelo.

Al fin llegaron a entenderse, ambos pagaron y se convidaron para terminar la contienda por unas trompadas, medio supremo de derrotar el error y de triunfar la justicia como en los torneos antiguos: lo que prueba cuan difícil es apartarse de los hábitos malos una vez arraigados en la mente y en las costumbres de los pueblos. Lostardo y Angelo salieron del cafecito cuando la campana de la Iglesia Matriz comenzaba a dar las diez resonando cada campanada en el silencio de la noche.


EL MUELLE DE LATÓN

Llámase de ese modo en Montevideo, el ancho malecón de piedra donde atracan las lanchas a descargar. La capital vecina tiene de sobra lo que nos falta a nosotros: muelles. El muelle viejo, el de Capurro, el de fierro, el de la Aduana y el de Lafón. Este último se extiende a espaldas de las Bóvedas; un antiquísimo edificio que servía de depósito en tiempo de los españoles. Campamento general de ratones, sombrío pasaje en la noche, donde la credulidad popular creía divisar duendes, fantasmas, ánimas aparecidas, penitentes blancos y quién sabe qué más. Las Bóvedas y el muelle de Lafón eran harto solitarios en la noche para ofrecer garantías de seguridad a los que tuvieran citas de la especie de la que acababan de darse Angelo el Catalán y el honrado Lostardo.

Hemos dicho que las diez comenzaban a dar en el reloj de la Matriz cuando los dos contendores salían del cafecito de San Juan en derechura al muelle de Lafón. A esa misma hora, un hombre que venía de la plaza Matriz entraba en la calle de San Juan y tenia tiempo de seguir por la vereda opuesta a los dos combatientes. Ese hombre embozado hasta los ojos a pesar del calor que aun se sentía en febrero, iba con paso cauteloso rozando casi con la pared, sin perder de vista que se dirigían hacia el muelle. Lostardo que no tenia motivos de desconfiar del lazo que le habían tendido, confiado en su fuerza y en la justicia de su causa, llevaba la seguridad de deshacerse pronto de su adversario al segundo trompis, si fallaba el primero, y tomando su bote amarrado a pocos pasos de allí en las argollas de fierro de una de las escalerillas plantarse a bordo y listo como se hallaba el buque, puesto en franquía desde esa tarde, aprovechar la brisa terral de la madrugada para salir del puerto. Tales eran los cálculos de Lostardo. Creía él de buena fe que cuando con un buen puñetazo asentado en las quijadas o el resto de las narices, hubiese sangrado convenientemente su contendor, la reputación del Comandante Garibaldi quedaría plenamente vindicada de la lengua de aquel desconocido. Por su parte, Angelo iba atisbando el momento de deshacerse de su contrario sin exponer el pellejo; primero porque creía no sin razón, que eso de duelos es una solemne majadería en que el agraviado se expone a perder la vida por obtener justicia. En segundo lugar Angelo había provocado aquella riña no para probar a puñetazos que Garibaldi era pirata, sino que era un pretexto para inutilizar al joven patrón de la balandra "Constitución". Pero Angelo no era tampoco un asesino, nada de eso; era un hombre temerario que tenía su conciencia siempre bien puesta con su patrona la Virgen de Monserrat, merced a su devoción y a las velas con que la alumbraba y el escapulario que llevaba al cuello. Ni de muerte se había tratado en su entrevista con el Presidente, sino de deshacerse de Lostardo. Efectivamente, la impaciencia del joven marino, no tardó en ofrecer a su contrario la oportunidad deseada; adelantándose algunos pasos presentó la espalda, y Angelo, veloz como el rayo, le dio una cabezada tan feroz en las espaldas, que Lostardo cayó cuan largo era contra el suelo en momentos que se hallaban ya sobre el muelle. Lostardo cayó sin sentidos, echando sangre por boca y narices; y podria decirse con el Dante: E cadde come corpo morto cadde! Una cabezada es muchas veces peor que una estocada, porque suele dejar muerto al individuo; en el Brasil es un arte tan fino como el box inglés, y Angelo había tal vez tomado allí sus lecciones, conociendo todos los golpes maestros. El hombre del embozo llegaba en esos instantes en que Angelo volviendo rápidamente el cuerpo de Lostardo le sacaba la cartera del bolsillo de la chaqueta, y terminada la operación, lo dejaba boca abajo para que la sangre no lo ahogase y para que el aire fresco de la noche no lo sacase del desmayo que le ocasionaba el golpe recibido. Angelo echó a andar seguido del personaje del embozo hasta una de esas casillas que de día sirven a los guardias de aduana para vigilar el desembarque (sic) y embarque del comercio. El embozado metió una llave en la puerta y ésta se abrió; entonces entraron los dos hombres; Angelo sacó del bolsillo un yesquero y una pajuela (eran los fósforos de aquel tiempo entre el pueblo), pero el de la capa, sacando una cajita de lata de su bolsillo prendió un fósforo introduciendo un palillo dentro un frasco y encendiendo una velita de cera allí mismo colocada, con ésta encendió un farol que había dentro de la casilla, y entregó a Angelo un rollo de onzas de oro.

—Y lo demás del dinero, Excmo. Sr.? -Aquí tienes una letra sobre una casa de comercio de Buenos Aires. -A la vista? -A la vista. Y ese hombre está muerto, o herido? preguntó el de la capa conmovido. -Ni muerto ni herido, espero en Dios. -Podrá levantarse ir a bordo..-.-No, Excmo. Sr. Tiene para un par de horas tal vez, y cuando vuelva en sí, el dolor del lomo no le permitirá ponerse en pie; dos meses de hospital a lo sumo. -Pero la policía puede hallarlo y... -La policía! pues no tiene más que hacer que cuidar de la seguridad pública.

El hombre de la capa se mordió los labios. —Y con perdón de V. E. qué dirá la casa de la Sotta y Cía, cuando sepa que el buque ha seguido viaje con otro patrón? No iré yo a parar a la cárcel? Cuáles son las últimas instrucciones de V. E.?

-Puesto que estás en posesión de los papeles de ese hombre, llega a bordo y das a la vela en el acto. Mañana mandaré llamar a La Sotta, es mi amigo; ya todo quedará arreglado. En el Baradero atracas aquí a la costa para pedir carne. Y esto diciendo Oribe, que el lector habrá reconocido en el embozado sacó del bolsillo un pequeño plano y mostró a Angelo señalando el punto que le indicaba para el arreglo convenido, entregándole el plano, para que en la carta de abordo, anotase el punto. Luego prosiguió. -Si las autoridades como es probable, van a bordo y toman el preso, acompáñalo tú sin perderlo de vista hasta Buenos Aires, y una vez allí te avistas con el Gobernador: toma esta carta abierta para él. El hombre que está a bordo es un enemigo político peligroso para nosotros y conviene a nuestros intereses inutilizarlo; por eso te hacemos responsable de que llegue a Buenos Aires, a manos del Gral. Rosas, sano y salvo. Comprendes?

-Comprendo, Excelencia; y espero quedarán contentos V. E. y el Ilustre Restaurador de las Leyes, del modo cómo desempeñaré esta misión que no es la primera.-Es verdad, merced a tu celo, no pocas correspondencias interesantes han caído en nuestro poder. -Y qué hago de la Balandra, señor? -Es probable que en ella misma sea conducido el preso a Buenos Aires; una vez allí avisa al corresponsal de la Sotta; ahí tienes el número y la calle; y le alargó una tarjeta. Avisa la llegada de la Balandra, que los daños y perjuicios serán abonados. Esto diciendo, Oribe apagó el farol; los dos salieron de la casilla que el Presidente cerró, guardando la llave. Angelo se llegó a la escalera del muelle que guardaba el bote de Lostardo, lo desamarró y tomando los remos se alejó rápidamente de la orilla merced a la mansedumbre de las ondas. El ruido cadencioso de los remos se oía en el silencio acompañando una copla que cantaba Angelo en el más puro italiano:

Dorme, mía bella, dorme,
Dorme col'tuo riposo;
Quando averai lo sposo,
Non dormirai cosí...

En la ciudad, los serenos cantaban también a lo lejos: Las once han dado, y sereno! Oribe siguió a lo largo de la ribera hasta llegar al muelle viejo; allí subió, y en pie desde la punta más saliente del muelle, miraba para los buques surtos en el puerto. De repente llegó a sus oídos el ruido de una cadena que recogen y el ay! lastimero de los marineros que elevaban el ancla de una embarcación. A poco rato el ruido de la cadena cesó, pero una proa veloz empezó a cortar las ondas tranquilas, levantando un remolino de blanca espuma y dejando un surco bullicioso tras de sí, como si las ondas se revelasen contra el que alteraba a aquella hora el sueño de las diosas u ondinas que duermen en el fondo del mar. -Allá va, murmuró Oribe. El centinela del Fuerte de San José dio un: Centinela! Alerta! que se perdió en el vacío del silencio. Alerta está! respondió otra voz lejana... y más allá el sereno de la calle de Pescadores, llegando a la esquina, gritó también: Las doce han dado y sereno!

Sereno todo. El cielo, el mar, el aire, la naturaleza entera, hasta el hombre que oprime la desgracia, pero cuya conciencia reposa tranquila en el cumplimiento del deber!... Sereno y triste, también Arévalo asistía a la salida del buque, aunque la mudanza del patrón lo hubiese penalizado (sic) hondamente.

Arévalo y su compañera acaso pensaban lo mismo, sin resolverse a comunicarse sus negros presentimientos. Ellos, como aquella noche, oscura, triste y serena, daban su última mirada de adiós a la linda ciudad que dejaban tal vez para siempre; acaso rodaba una lágrima de sus pupilas, pero su corazón tenía aquella envidiable paz de la virtud, y aquella fuerza del amor puro que liga dos seres!

—Allá va: murmuró Oribe estremeciéndose. La Balandrita se alejaba del puerto como un cisne fugitivo que huye el plomo del cazador sobre la laguna. Pero, ay! del triste proscripto! que en aquella hora roba la traición al reposo que iba a buscar en el seno de una provincia hermana. Allá va, murmuraba siempre Oribe, y acaso le venía a la memoria que aquel a quien acababa de entregar así a su enemigo, llevaba consigo una esposa y un hijo! Acaso en sus entrañas de tigre, había un estremecimiento al recuerdo de la propia esposa y de los hijos!...

Pero, dirá el lector, no era mejor y más fácil atravesar el Plata, y de Montevideo enviar directamente a Buenos Aires al Dr. Arévalo? Eso hubiera sido el descaro. No. El virus del jesuitismo está inoculado a la sangre española, una estirpe, tan noble, tan caballeresca en otros siglos, pervertida por el jesuitismo!

Era preciso salvar, ante todo, las apariencias. El proscripto debía salir para su destino, en la costa argentina, el buque atracaba y pedía carne, las autoridades federales, celosas de conservar el orden, cogían infragantis (sic) al proscripto que osaba hollar con su inmundo pie el suelo de la patria y nada más natural que prenderlo y conducirle a Buenos Aires como un homenaje del amor de los pueblos por el Restaurador de sus amadas leyes! Esto era política en aquellos tiempos... hoy todavía, la diferencia no es mucha.


LOS LEÑADORES DEL PARANÁ


En medio de una ancha plazoleta formada por un claro del bosque (o monte, como se llama entre nosotros en la inversión del concepto geográfico a los árboles agrupados), se hallaban apostados el Juez de Paz y su gente. Divididos en grupos los peones comían, tomaban mate, jugaban a la taba o disputaban entre sí porque en cuanto a cortar leña de los árboles verdes, era inútil, que el hacha se embotaba en la corteza. El Juez de Paz, haciendo rancho aparte, se entretenía leyendo "La Gaceta Mercantil" y fumando sin dignarse conversar con nadie. La autoridad debe ser reservada. El pensativo Miguel, pulía varitas que arrojaba a la corriente; y respondía por monosílabos a los que le dirgían la palabra. En un fogón, tomando cimarrón, se tramaba un animado diálogo. El Juez de Paz afirmaba que los gauchos no entienden de política; pero la humildad del hijo de la naturaleza no siempre implica estupidez.

—Ha visto, ño Julián, mayor zoncera que estar aquí al ñudo? Qué leña vamo a cortar, con los árboles así, verdosos?. El sujeto interpelado respondió: -Amigo, nosotros no tenemos voz de mando. -Sí, V. porque es ahijado del Juez. -Ni que no juera, por juerza me había de conformar; yo soy federal, y más federal que Cristo -Y yo también soy federal, y por eso voy a dejar de conocer que estamo aquí al ñudo o no estamo al ñudo y. estamo aguardando alguna cosa. - Aquel viejo que interrumpió el canto en la estancia la noche que llegó Miguel, tomó la palabra: -Por ahí, por ahí rastree, amigo: no estamos al ñudo, quién sabe lo que habrá. Buyas de unitarios serán, pues; dijo el primero de los interlocutores. -¡Aijuna! (respondió el que llamaban Julián). Mire, me había de regocijar de gusto nomás! Les tengo una gana a esos hijos de... puebleros! —Y por qué les tiene rabia a los del pueblo, amigo, contestó el viejo, que en adelante llamaremos Simón. -Por qué? porque son cajetillas, y usan fraque y son ricos. -No todos usan fraque ni todos son ricos. -Eso dice V. porque ha andao entre ellos. -Yo donde he andado es donde V. no ha de ir nunca:, yo, amigo, he trepao la cuesta de Chacabuco y he hecho tuitas las campañas contra los godos dende el tiempo de los ingleses. -Y güeno! y por eso defiende V. los puebleros! -No, amigo, sino porque tuitos son argentinos, los del pueblo y los de la campaña, tuitos son hermanos. —Sí, hermanos! Y los unitarios también! —Y qué son los unitarios, pues? Son gringos? —No son gringos, pero son salvajes y basta que lo diga el Viejo. -Ño Simón es medio apasionao por loj Unitarios! dijo el otro peón. -Sí, porque diz que ha sido soldao de Lavalle. -He sido lancero en el regimiento de caballería del Coronel Olabarría; he hecho tuitas las campañas dende Belgrano y San Martín, y juí a la guerra contra el imperio, vaya! he servío a mi patria y tengo dos cicatrices de sable y cinco de bala en mi cuerpo; cuántas tenéis vosotros; a ver quién tiene esta cruz en el pecho? Y al decir esto el viejo se abrió la pechera de la camisa y mostró una honda cicatriz de lanza. Con más este otro lanzazo, a ver quién tiene otro igual por su patria? —Güeno, dijo el peón que primero habló, pero por eso loj Unitarios no han de ser argentinos. -Y si no juese por Lavalle y tuita su oficialidad, vosotros teníais patria a esta hora? -Julián, frunciendo el ceño contestó:-Será como guste, pero otro mejor que el Héroe del Desierto, tuavía ninguno pisó la América. - En aquel momento la conversación fue interrumpida, porque en una vuelta del río y saliendo tras de una isla, apareció la Balandrita aproando a tierra, y Miguel que estaba en la orilla al avistarla, fue con su habitual "non chalance" a prevenírselo al Juez de Paz.

El patrón de la balandra aproó a tierra ordenando a los marineros que arriasen el aparejo, amainasen las velas y aprontasen un cable para arrojarlo a tierra en vista de la gente que bajaba la barranca y se dirigía a la orilla del río. Arévalo después de cambiar algunas palabras con su mujer se dirigió resueltamente al patrón:

—Piensa V. atracar a tierra? -Un momento nomás, para procurarnos un poco de carne fresca. -Dije a V. la noche que dimos a la vela, que mi condición expresa al otro patrón, fue seguir en derechura a Corrientes y V. me contestó que esas eran también sus instrucciones. -Sí, señor, pero nosotros no bajaremos a tierra, basta que vaya un marinero o dos a traer la carne; creo que esa gente que se divisa está carneando, y eso me ha sugerido la idea... -Sí, señor, no bajaremos, pero ellos pueden venir a bordo. -Pero V. está bajo el amparo de la bandera oriental y... -Yo preferiría que no tomásemos carne fresca; nos conformaremos con lo que haya a bordo... -Pero señor, cuando le digo a V. que no corre peligro...-Yo prefiero no correr el riesgo. - Angelo sonreía manejando siempre el timón. -Verá, señor; como no sucede nada y llevamos un buen trozo de carne. - Celina se acercó al patrón: -Pero señor, por qué se obstina V. en hacer una cosa que puede sernos perjudicial! Mi marido es un emigrado político que no puede demorarse en la costa de la provincia de Buenos Aires. -No tema V. nada, señora (decía el Catalán con modo almibarado), yo respondo de todo. Quién va ahora a adivinar quién es su esposo? –Y quién le dice a V-, retorquió la señora con finura, que aquella gente no esté apostada de propósito para esperarnos? El Catalán sintió un sacudimiento extraño hasta el fondo de su perverso corazón. Avezado a la falsía no pudo defenderse ante la justicia de aquella sospecha y casi le faltaba el arrojo de consumar el delito, porque aquella mujer tenía los ojos clavados en él y parecía penetrarlo hasta lo íntimo de su pensamiento. Después de titubear, Angelo continuó: -La señora se asusta de balde, no sucederá nada; y yo tendré el gusto de hacerle comer un buen asado; -Dispenso a V. de tanto trabajo y me alegraría continuar... -¡Ah de la balandra!-Ah! de tierra! respondió un marinero de proa, tirando el chicote en el paraje que había más agua. El proscripto se retiró a un lado con su mujer y con su hijo; haciendo frente en aquel trance con la serenidad digna que convenía a su posición. Amarrada la balandra merced a la creciente del Paraná, dos marineros bajaron a tierra, hablando con el Juez de Paz que les otorgó la carne de regalo, tan abundante había carneado ese día; pero envió por el patrón. Angelo bajó por la tabla que ya habían colocado y se encontró ante el serenísimo Juez de la federación. -Para dónde sigue viaje, patrón? Comenzó el Juez. -A Corrientes, señor, para lo que guste mandar. —Trae muchos días? -Si, señor, cerca de tres semanas. -De Buenos Aires, viene? -De Montevideo, señor. -Ah! de Montevideo! El juez revolvió los ojos. Y trae pasajeros?-—Sí, señor, una familia que sigue viaje para Corrientes. —Familia de Montevideo? -Emigrado político; creo que es argentino. —Un salvaje unitario?. Los peones habituados al odio contra los unitarios, respondieron con mueras prolongados que resonaban tristemente en el corazón de los proscriptos. -Un salvaje asqueroso unitario abordo es cosa seria! No sabe V. si trae correspondencia o si pretende desembarcar en esta costa? -No, señor, no sé nada. Yo fui abordo, a última hora porque parece que el otro patrón tuvo una riña y lo hirieron, y el Sr. Presidente Oribe me mandó abordo.-El Juez miró a Miguel, y Miguel le hizo una seña imperceptible con la cabeza; pero el Juez era tan ganso que se guardó de comprenderle, con todo, en sus adentros le parecía que era aquél el momento de desplegar su talento, su patriotismo y su decisión por la Santa causa de la Federación; así que reanudó el diálogo. -Y no sabe el nombre de ese Salvaje Unitario? —Sí, es el Dr. Arévalo, su esposa o hijo, un chiquitín de siete años! -No hay duda, exclamó el Juez que para comprender había necesitado una patada de Miguel. Ese asqueroso, salvaje, inmundo Unitario, no va a Corrientes a humo de paja, y las autoridades de este partido deben cumplir su deber, y lo cumplirán, añadió el hombre con heroica resignación. En el acto el Juez llamó cuatro peones que eran una especie de comodines, es decir, esos hombres eran soldados guardias nacionales, que el comandante militar cedía al Juzgado para servicio público, y que el Juez de Paz utilizaba en su estancia sin cuidarse de retribución pecuniaria, primero porque él representaba la autoridad, segundo porque ya que los pagaba el erario, no había de pagárseles dos veces: y tercero por economía que nunca estuvo de más. Angelo se mantuvo en tierra dándose los aires de detenido: mientras los cuatro soldados encabezados por Simón, ordenaban al Dr. Arévalo que bajase a tierra; éste contestó que no lo deseaba si era una invitación y si una orden la pedía por escrito. Simón se volvió con los soldados a llevar la respuesta al Juez de Paz, que indignado de que osasen oponerse a su mandato, le dijo ahogado en ira: —Vaya V. y tráigamelo amarrado como un Cristo! Pícaros salvajes, unitarios asquerosos, inmundos demagogos! Ya le voy a dar la orden por escrito!

Simón volvió significando al proscripto la orden de llevarlo de viva fuerza. Arévalo sabía que estaba perdido, pero quería mantenerse en el terreno de su derecho, por eso había exigido una orden por escrito; al oír la respuesta del Juez dijo a Simón: -No es preciso usar de la fuerza, voy a seguir a V.; y arreglando sus ropas bajó a tierra seguido de su familia. Poco tardaron en encontrarse frente a frente el Juez y el proscripto. La federación de Rosas había suprimido las fórmulas vulgares de la urbanidad; por eso no antecedió saludo al diálogo que se estableció entre Arévalo y la autoridad. -Mandé a V. que bajase a tierra, prorrumpió el Juez con su voz de falsete; por qué no obedeció la primera insinuación? —Porque no hay derecho para compelir a un hombre que viaja pacíficamente a la sombra de un pabellón extranjero, a bajar a una tierra de donde está desterrado. -Confiese V. pues que es un salvaje unitario. -Sólo he dicho que estoy desterrado, no he hablado de opiniones políticas. -Yo no hablo de la opinión tampoco, sino de que siendo V. un salvaje unitario está fuera de la ley! -En esta provincia, pero bajo el pabellón oriental estoy bajo el amparo de la Constitución de aquel Estado. -V. ha debido obedecer a mí mandato. -He dicho a V. que navegando bajo el pabellón de un Estado independiente estoy amparado por sus leyes, y las autoridades de la provincia de Buenos Aires no tienen jurisdicción allí: he pedido una orden por escrito para comprobar la violencia que se me hace, V. me manda traer amarrado, y en eso caso para evitar tropelías inútiles puesto que estoy solo y desarmado, he venido a ver qué desea V. de mí. — Mi deber es velar por el orden y la seguridad de este partido.... -pero yo no he atentado contra el orden. —Cállese V. la boca! Tengo también que velar por la conservación de los preciosos días de S. E. el Ilustre Restaurador de las leyes... -Y cree V. que desde aquí le vamos a disparar algún tiro? Interrumpió la señora de Arévalo, mostrando la porteña burlona aun en medio del peligro. El Juez le lanzó una mirada desdeñosa, prosiguiendo: -Tengo deber de defender la santa causa de la federación... —Pero señor, retorquió Arévalo con tono político, todo eso estará muy en orden, pero yo desde abordo en mi viaje a otra provincia, no soy de temer ni tengo intenciones... -Cállese V. la boca! Yo no necesito que nadie me diga lo que debo hacer; y volviéndose a su gente el Juez los arengó como sigue: "Compatriotas! La discordia y la anarquía sacudieron la tea incendiaria de la revolución en el primero de diciembre de 1828 y desde entonces la patria sufre los males desencadenados que la perversidad de los unitarios salvajes lanza sobre la persona del patriota y benemérito Restaurador de las Leyes, Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas! Federales netos! no debemos trepidar en los sacrificios que de nosotros exija la santa causa de la federación, persiguiendo a todo trance los inmundos traidores, salvajes unitarios, de los que velai uno! Soldados! En nombre de la libertad de la patria y del orden, ayudadme en la obra grandiosa de ofrecer a las plantas del Grande Americano, este inmundo, asqueroso y salvaje unitario, custodiándolo a Buenos Aires! Compatriotas, con todo nuestro corazón viva el Ilustre Restaurador de las Leyes!" —Vivaaa! respondieron los peones. —Viva la Santa causa de la Federación! —Vivaaa!! —Mueran los Salvajes Unitarios! —Mueran!! —Muera el infame pardejón Rivera! —Mueran los inmundos y perfumados franceses y su rey Luis Felipe titiritero! —Mueran! Una voz gritó: Mueran los salvajes unitarios; y un hombre de puñal en la mano se lanzó sobre Arévalo -ese hombre era Julián, el ahijado del Juez de Paz. Sin duda hubiera consumado su intento, si un brazo de hierro no hubiera sujetado su acción, arrancándole el arma homicida. El que tan a tiempo se había interpuesto era Simón. El Juez viendo la excitación producida por su elocuente alocución, se apresuró a neutralizarla diciendo que el Restaurador no quería el sacrificio de las vidas, sino desarmar la malicia de sus enemigos. Arévalo por su parte, si bien comprendía lo grave de su situación, conservaba la dignidad de su carácter, y sabía hacer frente a las circunstancias supremas que lo oprimían. Su mujer, más alterada que él, no podía casi dominar su indignación, y el niño que no comprendía aquella farsa inicua, estaba pálido de tenor bajo una desazón desconocida. -Es decir caballero: (dijo Arévalo dirigiéndose al Juez) que V. se propone estorbar mi viaje? -Considerando que como enemigo político de S. E. Vd. ha de tentar tal vez convulsionar una provincia amiga, yo resuelvo estorbar su viaje. Arévalo se volvió para increpar al patrón de la balandra, pero éste había ganado abordo y desamarrado la embarcación fondeada a distancia de la margen; el proscripto quedaba entregado a su destino y a sus enemigos. La Sra. de Arévalo dejó estallar su indignación. -Es decir (dijo ella) que este pícaro Catalán nos ha vendido como Judas! Ah! Lo comprendí la noche que salimos de Montevideo. Estas son maniobras de Rosas y de Oribe, es la mayor iniquidad entregarnos así, cuando dejamos Santa Catalina con la sola esperanza de pasar a Corrientes a vivir tranquilos ya que en Montevideo se acabó la paz, a lo menos mientras gobierne ese tísico rabioso de Oribe. -No te alteres, contestó el doctor, el mal no tiene remedio, es preciso resignación. Pero la señora, estaba demasiado afligida para oírlo; y dirigiéndose al Juez le dijo: -Y bien, señor, qué hacemos aquí?... Por qué no se nos deja volver a bordo y seguir adelante? Para diversión basta con la que ya se ha hecho aquí con nosotros. -No vuelven Vds. a bordo porque su marido está preso!

El niño dio un grito desgarrador y se arrojó al cuello de su padre llorando a sollozo y gritando: —No tatita! No tatita! no nos dejes! No quiero que te lleven! Un momento la inocencia afligida triunfó de la perversidad y de la barbarie endurecida. Un silencio profundo reinaba entre la peonada. La Sra. de Arévalo no pudo tampoco contener sus lágrimas y si se lanzó en los brazos de su esposo estrechando ambos a su querido hijo, que continuaba sollozando dolorosamente y pidiendo que le dejasen su tata. El Juez que desconocía los dulces sentimientos de la paternidad, estaba aburrido de oír los alaridos del chiquillo y se hubiera atrevido a violar las leyes de la naturaleza en público, le habría aplicado una felpa al que interrumpía su furor federal. La Sra, de Arévalo volvió a dirigirle la palabra, mientras el doctor acalmaba (sic) la aflicción de su hijo. -Pero señor, por qué prende V. a mi marido?-Porque es un salvaje unitario.-Pero eso no es un crimen. -Es un crimen de lesa patria. -Conque va V. a entregarnos a Rosas? -Señora, V. es libre: su marido solo irá preso. -Yo seguiré su destino, señor. Pero V. comete una tropelía y una iniquidad. -Señora, al fin y al cabo, V. también es una salvajona unitaria... y cállese V. la boca. A ver! En marcha!

La gente volvió a subir la barranca, obligando al Dr. Arévalo a caminar con ellos. El juez tenía su plan: quería dar la solemnidad posible al asunto, convocar otras autoridades, el vecindario exaltado del partido y redactar una nota de remisión del preso como gaje de amor a la santa causa, de entusiasmo por la persona del Ilustre y de acendrado patriotismo. Cuanto más pública se hiciese la importante captura del salvaje unitario, más resaltaría la habilidad y tino político del juez de paz, y mayor probabilidad adquiriría de llegar por ese camino a sentarse en los bancos de la legislatura de su provincia. Tenía en mente aquél ínclito funcionario que era un orador "en herbé" y aspiraba a ser elegido representante aun cuando tuviese que votar por sí mismo u obligar a que otros lo hicieran de buena voluntad. Por otra parte, una farsa de arresto, proceso, manifestación popular, son recursos políticos donde falta el raciocinio y la opinión ilustrada que saben dar a esas comedias de la calle su verdadero valor.


EL DERECHO Y LA FUERZA — COMO SE TRATABAN LOS SALVAJES UNITARIOS


La época de la tiranía de Rosas debe conservarse a las venideras por la tradición escrita, y merece ser estudiada en sus detalles, para comprender que ella ha podido producir la degeneración completa de un pueblo, unida a la ignorancia crasa de las masas y al olvido absoluto de todo sentimiento de humanidad. El solo hecho, la sola sospecha de pertenecer o haber pertenecido al partido político que se denominó unitario, era suficiente para despojar un hombre de todos sus derechos; de manera que el sistema federal, el más perfecto y liberal de los sistemas de gobierno, ha sido en la República Argentina el arma homicida de la tiranía, prueba irrefragable de que jamás hemos sido federales. ...y que acaso no lo llegaremos a ser nunca sin la inteligencia y la virtud por bases de la sociedad. Quiénes han tenido razón entretanto en sus opiniones? Los unitarios o los federales? Lo decidirá un día la historia que estudie las condiciones de vida en que nos dejó la colonia. La anatomía del cuerpo social, que algún día hará la historia, reivindicará la opinión de los que preferían asumir la forma unitaria para educar el pueblo en la práctica de las instituciones hasta el día en que estuviese habilitado a gobernarse libre e inteligente por si mismo; condenando a la vez los que han puesto en práctica el absurdo de la federación en un país despoblado, sin rentas, sin industrias, sin vías de comunicación, vegetando en el aislamiento. De esto ha resultado que no somos unitarios ni federales, sino países desgraciados donde la soberanía popular es una sombra que explotan los ambiciosos para sus fines particulares. No podemos afianzar que Rosas supiese lo que eran ambos sistemas políticos de gobierno, pero es un hecho que proclamando la federación su gobierno personal, reposaba sobre la base de la unidad. El populacho y la vulgaridad que sabían menos que él, se habían habituado a considerar los unitarios como animales dañinos, antes que como sus semejantes. Los sentimientos de humanidad se extinguieron en aquella época en que todo autorizaba el degüello y la violencia. El menor mal que podía inferirse a un unitario era privarlo de la libertad, robarle sus bienes, insultarlo, era esto mucha liberalidad y dulzura para lo que él merecía. Sabíalo el Juez de Paz entre cuyas manos se encontraba el Dr. Arévalo, y por eso dejándole la vida que Rosas parecía garantir para sus fines ulteriores, no ahorra mortificaciones al proscripto entre tanto. Conducido al pueblito se le remachó una barra de grillos por introito y como no había cárcel, se le detuvo en el Juzgado, con centinela de vista. Los acérrimos, y todos lo eran en aquel tiempo, se felicitaron por el suceso y hubo beberaje, vivas y mueras a tutiplé. El Juez que tenía sus humos de tinterillo, ayudado por algún aspirante de poeta, redactó una especie de manifiesto del pueblo en que figuraba él como el héroe de la hazaña, cosa que cuadraría mucho a Rosas puesto que no le agradaba poner de manifiesto sus inocentes maquinaciones; así por ejemplo en el asunto de los Reinafé; ellos aparecían como asesinos de Quiroga y él se lavaba las manos como Pilatos. El manifiesto en cuestión fue firmado por todo el que supo escribir, y después, a "ruego", fue lluvia de firmas. Tres o cuatro días habían bastado para la comedia política, días de amargura, en que el Dr. Arévalo y su esposa habían soportado en silencio toda clase de vejámenes y de humillaciones. Hemos llegado a la víspera del día en que van a emprender su viaje a Buenos Aires. La noche era de tormenta y el triste rumor de los truenos y de la lluvia, aumentaba la angustia de aquellos corazones. El cuarto en que se encontraban era espacioso y de material aunque plagado de insectos y desaseado como lo son por lo regular en la campaña. Apenas se les había concedido unas sillas de vaqueta y una mesa. Alumbraba la sala una candileja de grasa, y dos soldados vigilaban al preso no ya desde la puerta sino a pocos pasos de él, puesto que la lluvia había obligado a cerrar la puerta. A las llamaradas trémulas del candil podían verse los rostros pálidos del preso y de su compañera. El, sentado junto a la mesa, apoyando el codo y sosteniendo la cabeza; ella a su lado con el brazo en el hombro de su marido y el niño en sus rodillas, casi abrazados los tres, conversando a media voz. Los centinelas de aquella hora en que vamos a sorprender su conversación, eran Simón y Miguel, cada uno con su tercerola al hombro. Celina sufría horriblemente, pero era ella una de esas mujeres que saben tragar sus lágrimas y comprimir el corazón para que no suelte un solo ay! de dolor. La desesperación de su alma solía iluminar su frente como el relámpago de fuego ilumina el horizonte, pero su voluntad contenía la tempestad del alma en los límites del silencio. Era preciso sufrir así para no duplicar los pesares de su marido y templar la aflicción del hijo que estudiaba en el rostro de la madre las impresiones que se sucedían y que, la naturaleza reflejaba con fuerza magnética en su inocente corazón. -Mañana parece que esta gente se decide a marchar, dijo el doctor. —Mañana, sí; repitió la señora; y después de ese viaje, qué va a ser de nosotros? -Sea lo que Dios quiera; solo te encargo resignación... y el cuidado de nuestro hijo: qué será de él si le llegases a faltar también tú? -Pero, cómo quieres que me resigne a verte arrebatar de mi lado por la sola voluntad de un bárbaro? -Los hombres no somos más que instrumento de Dios, -No, Dios no puede ser injusto! No puede condenar así al inocente! -Amiga mía, de todos modos, necesitas conformarte desde ahora al golpe que te espera; porque eres cristiana y porque eres madre. Un corto silencio reinó. -Papá, que te van a hacer estos malos hombres? dijo el niño. -No ves que me han puesto grillos? Me tienen preso no lo sabes? contestó el doctor. -Sí, ahora estás preso porque yo no soy hombre; pero después, yo te pregunto después. -Nos vamos a Buenos Aires. -A casa de abuelita? -Sí, hijo mío, allá vamos nosotros dijo Celina. —Y papá? —Yo no sé todavía donde iré. -Y por qué te separan de nosotros? qué has hecho tú? -Nada, mi hijito; qué quieres tú que haga yo? -Pero tú me has dicho que solo los malos van presos. -Y te he dicho la verdad. -Pero tú no eres malo, tú no has dado motivo para ir preso. -No, por cierto. -Y quién te pone preso, papá?-Rosas, hijo mío, añadió Celina.-Rosas! ¿Y qué le ha hecho a él mi tata?.-Nada. -Es un mal hombre ese, yo no lo quiero... yo le aborrezco.-No, hijo mío, contestó el doctor, no le aborrezcas como hombre. -Y por qué no lo he de aborrecer si te hace mal? -Porque no debes aborrecerlo. No sabes el padre nuestro, niñito? -Sí lo sé. -Dilo pues. - El niño se persignó y comenzó con voz fervorosa con sus manecitas cruzadas entre las de su madre: "Padre nuestro que estás en los cielos, venga a nos el tu reino; hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo; el pan nuestro de cada día, dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores..." -Ves, hijo mío: perdónanos nuestras deudas, es decir, nuestras faltas, así como nosotros "perdonaremos" las que otros cometan para con nosotros. -Para que Dios, me perdone a mí, tengo yo que perdonar a Rosas? -Si, mi hijito, tienes que perdonarle el mal que haga a tu padre. El niño quedó pensativo: el doctor prosiguió: -Algún día hazle comprender que si debe perdonarlo como hombre, como argentino tiene el doble deber de combatir la tiranía. Forma su alma para la libertad, dale esa energía con que tú sabes sufrir y enséñale a sufrir por su patria. Apártalo, de toda ambición impura que empañaría el nombre intachable que será su herencia. Enséñalo a perdonar a los enemigos de la patria. Esa patria es toda la República, antes que porteño argentino, no dejes arraigarse en su alma el espíritu estrecho de localismo, porque nuestro país para ser grande, necesita ser unido como una sola familia: dividido nunca será nada. Aunque te cueste, después de mis días sácalo de Buenos Aires; esta atmósfera de la tiranía es letal; vuélvete a Montevideo, a lo menos allí se respira otro aire y todos nuestros amigos allá están. Insiste en la educación de este niño, y no dejes que su corazón se extravíe en el odio de los partidos. El odio es como la cizaña, no da fruto. Inspírale horror al vicio, indignación por la injusticia y el mal, pero combate el odio que es una pasión bastarda y depresiva. Si la patria te pide un día su sangre no se la mezquines aunque hayas de llorar sobre él, déjalo que derrame su sangre siempre que una noble causa la solicite. Entre mis papeles, si te los dejan, has de encontrar algunas notas relativas a todo esto que te digo y que hemos conversado antes de ahora, porque todo padre sueña al borde de la cuna de su hijo, y mis sueños eran hacer de mi hijo un republicano perfecto. -Como lo eres tú, contestó Celina con la voz trémula de profunda emoción. -Yo me he formado a mí mismo, soy republicano de corazón, y he hecho siempre cuanto he podido por mantener ilesa mi probidad, ya como ciudadano, ya como hombre público; perfecto no lo soy amiga mía, ni lo es hombre alguno. -Papá, dijo Alberto, voy a pedirte una cosa, -Lo que gustes, mi hijito, contestó el doctor pasando su mano por los cabellos de su niño. —Si tú mueres, yo quiero morir contigo. — Celina se estremeció, su corazón se partía. —Y quién te ha dicho que yo voy a morir? —Todo; tus grillos, y todo cuanto le dices a mamá... te van a fusilar como a aquel Capitán de San Nicolás de los Arroyos que tenía un hijo, te acuerdas? Pues yo quiero morir como aquel niño: con mi padre. —Ni me van a fusilar ni podrás morir tú porque aquel niño tenía doce años, y tú no has cumplido ocho todavía. —Y a los niñitos como yo no los fusilan? —No, hijo mío. —Pues cuando tenga doce años le pediré a Rosas que me fusile; le diré: soy Arévalo, fusílame como a mi padre; sino cuando yo sea hombre te fusilaré a ti. —Pues está bonito, y el padre nuestro? —Y por qué te quieren matar a ti?

El niño, más débil que la mujer, se echó a llorar. ¡Cuántos besos y cariños para calmar su tierno corazón que el dolor lastimaba tan temprano! Al fin, entre lágrimas, sollozando siempre, se durmió sobre el seno de su madre, y entre los dos le formaron una cama con sus rodillas! Celina había rechazado cien veces sus lágrimas que retrocedían hirvientes del borde de los párpados al fondo del corazón, donde las encadenaba la voluntad heroica de aquella mujer. Los dos habían quedado en silencio para no perturbar el sueño de su hijo, con las miradas fijas en aquella frente tersa "sobre la que rugía la tempestad humana; besando a veces aquellos ojos que las lágrimas acababan de humedecer, aspirando el aliento suave de aquella boca entreabierta que sólo habían besado sus padres, más habituada a sonreír que a estar inmóvil. Con su hijo durmiendo entre los brazos, Arévalo y Celina olvidaban por un momento sus pesares; la contemplación de su hijo tenía sus almas suspendidas y raudales de ternura se desprendían de ellas, irradiando la aurora del amor más puro que agitó el corazón del hombre como el de la mujer.

Allí no había ya dos proscriptos, sino un padre y una madre velando el sueño de su hijo, dos corazones que se unían en mutua idolatría sobre la cabeza de un niño, nudo invisible de sus almas, anillo misterioso donde se habían fundido sus seres. Y aquella escena tan simple y tocante, tenia dos testigos silenciosos, pero conmovidos; los dos centinelas que habían estado viendo y oyendo lo que allí pasaba. Simón que era unitario en el fondo del corazón, había tenido que sonarse con estrépito unas cuantas veces. Miguel, el gaucho soñador, había sentido una extraña revolución operarse en todo su ser. Lo primero que había llegado a su corazón rudo, pero no pervertido, fue la voz del niño. Pero lo que llevó la perturbación total a su alma, fue la oración dominical que el niño recitaba entre las manos de la madre. El primer amor de la infancia, la madre, ese bien único en el mundo cuya falta nada reemplaza, se revelaba al pobre huérfano desamparado que jamás había dormido en el regazo de una mujer a quien dijese ese dulce nombre: madre. Su corazón se había estremecido dolorosamente, contemplando el aislamiento de su infancia; aquel corazón que llevaba el vacío del desamor latía con fuerza inhabituada al espectáculo de aquellas tiernas afecciones. Para él eran revelaciones extrañas, el amor de la madre, el amor de la mujer. La palabra sonora de Arévalo resonaba en su pecho y sentía un estremecimiento de dolor al recordar que él había sido hasta cierto punto el instrumento de su desgracia; Rosas se le aparecía bajo un aspecto nuevo, que lo desesperaba: pero no era más sino que debía estar mal informado, y se resolvía a desengañarlo contándole lo que había visto y oído, seguro que pondría en libertad al proscripto, y de ese modo repararía el mal que había hecho sin querer, creyendo por el contrario hacer un bien a la patria. Miguel sentía una honda compasión y una simpatía irresistible por aquella noble e inocente familia, tanto más cuanto que recibía de ellos la iniciación de una vida desconocida para él. El amor de la madre. El amor también fecundo de la mujer para el hombre, realzado por la desgracia. La enseñanza desprendida de los labios del proscripto, ¡qué mundo nuevo para un pobre corazón inculto!... Tener una madre, tener un corazón de mujer, solo tener un mentor para no extraviarse en el camino de este mundo, oh! qué cosas tan bellas eran y tan nuevas para el pobre gaucho desheredado!

SIMÓN Y MIGUEL

Relevados los dos centinelas, y habiendo cesado la lluvia, Simón y Miguel se apartaron siguiendo maquinalmente y a la ventura lejos de las casas. Lejanos relámpagos iluminaban de su luz rojiza el horizonte y la voz monótona de los sapos y las ranas interrumpía el silencio desde los charcos y entre los recientes pantanos. Otros insectos susurraban entre el pasto y en retazos huían las nubes o brillaban al través de ellas lejanos astros perdidos en la inmensidad del espacio. Los dos hombres por rumbos opuestos, llegaron todavía al mismo punto y se sentaron sobre el tronco de un ombú, comenzando por encender Simón su cigarro y tomó la palabra:-Qué le parece el preso mi amigo? - Miguel titubeó en responder, tan habituado estaba a concentrar en sí mismo sus impresiones; pero por otra parte el tumulto de sus sensaciones se despertaba sin querer y venía los labios falto de elocuencia. —Hable sin recelo, prosiguió Simón, yo soy de los viejos de la independencia; no le parece que ha sido una iniquidad prender a este hombre que iba tranquilo a otra parte y no se metía con naides? -Dice bien repuso el cabo. El gobernador debe estar mal informado. –Mal informado, cómo? -Le habrán dicho que este hombre venía por algo malo, lo habrá creído... -Pero amigo, el General Rosas ha muerto mucha gente, y otra se ha ido dende que subió al sillón del gobierno. -Pero no es culpa suya. –Y cómo no ha de ser? -Tenía más que haber respetado el convenio del año 29? -Yo no sé de esas cosas; V. ve que soy un triste chasque ignorante; no conozco la política. -Yo sí, amigo, estoy en todo y me preceo de conocer tuito lo que se ha hecho en mi tierra dende el año seis que era yo muchacho y pelié a pedradas con el inglés. Ve, aquellos eran los tiempos lindos de los patricios... y el año diez que había mozada como una flor. Entonces los criollos, como nos llamaban los godos no teníamos más partido que la patria. Ah! si hubiera conocido a Belgrano! y a tuita la oficialidá de aquel tiempo! Yo conocí desde Liniers hasta San Martín. Oí hablar a don Mariano Moreno, daba fiebre, mire, cuando hablaba de la libertad! ¿Y Don Feliciano Chiclana, qué hombre caliente para hablar al soldado! ¡Ah! En es plaza de la Victoria, mire que he oyido cosas yo! Y solo la patria, amigo. La patria solamente! Así salimos para las provincias, y para Chile y el Perú y peliábamos como liones contra los godos!- Miguel oía en silencio aquel rudo lenguaje de fuego que estremecía en su corazón una fibra entumecida: patria. No sin razón ha dicho Mármol:

Patria! Patria! palabra divina
Que en el cáliz del alma se esconde
Y a los sueños del alma responde
Con promesas sublimes de amor…

Después de la iniciación del amor de la familia, aquel cuadro de lágrimas y de besos que se obstinaba en permanecer ante los ojos de Miguel, venía la palabra mágica –patria- a sacudir su alma indolente, o antes que la falta de enseñanza hacía que se ignorase a sí misma. Pero era una masa de hielo destinada a fundirse a los rayos del sol del amor. Por eso con una especie de ímpetu extraño a su carácter dijo a Simón:-Hábleme de la patria! -Le hablaré, si, porque ha sido el amor de toda mi vida, y al verla tan desgraciada, hay ocasiones que se me hace pedazos el corazón! - Y el viejo prorrumpió en un torrente de lágrimas entrecortadas de hondos sollozos que como una descarga eléctrica hicieron crispar los nervios de Miguel, y después de aquel espasmo doloroso el corazón se le hinchó en el seno, un nudo le apretó las fauces, hizo esfuerzos por respirar y sólo lo consiguió cuando advirtió que de sus ojos brotaban unas gotas hirientes que le quemaban el rostro y le dilataban el pecho. Miguel lloraba por la vez primera de su vida. Lloraba espontáneamente, como se llora al nacer, acaso porque en aquella hora nacía a la vida de la sensación tan largo tiempo embotada en la orfandad y el abandono. Lágrimas puras brotando de un corazón silvestre, pero no endurecido a la palabra rústica pero sincera de un noble viejo, como un día de la roca viva, saltaban raudales cristalinos al golpe de la varita de Moisés. Era aquella tempestad humana, más silenciosa pero no menos elocuente que la que acababa de agitar las selvas agrestes del Paraná y la soledad de los campos. Simón fue el primero que rompió el silencio. -Ah! amigo, cuando se ha peliao tantos años y se han visto tantas glorias a la par de tantas desgracias, no puede uno conformarse con esta cinta colorada, y Simón machucaba su sombrero que se había sacado, mientras los bucles plateados de su canosa melena le caían en desorden sobre los hombros. —Mire, amigo, los argentinos que han puesto el pecho a las balas de la España, no ha sido para esto. Qué quiere decir la división entre hermanos? Quiere decir la ruina, y me acuerdo del padre Santos Vega cuando una vez en Arrecifes le oiba cantar unas décimas de las que sólo me acuerdo el pie:

Los pueblos en desunión
Unos con otros están
Y a pasos contados van
Formando su destrucción.

Esto fue el año 25 cuando Rivadavia estaba en el gobierno. Aquel era tiempo lindo y todos teníamos esperanzas en la patria y su grandeza. Rivadavia abrió escuelas para los pobres: las escuelas de la patria, ni aunque uno sea grande ya para aprender pero los hijos creen que el paisano es carne e perro, que sólo tenemos obligación de dir a la guerra, a la frontera, mire yo después de veinte años de campaña, tuavía me friegan con mandarme al desierto cuando fue don Juan Manuel. ¿A dónde está la libertad por la que tanto hemos peliao? Digo hemos, nosotros los del año diez, que hemos recorrido todas las secciones de América. ¿Qué libertad hay ahora? Si la opinión es un delito dónde está la libertad? -Así debe ser, contestó Miguel que seguía aquella plática sin hilación, (sic) donde las premisas y las conclusiones tenían el cuño movedizo e incongruente del que tampoco sabía raciocinar ni menos expresarse. Prosiguió: -Los hombres libres no se ponen librea, y este cintajo qué es, sino una librea? En mi tiempo era galones lo que se usaba, y el color celeste, el color de la patria, no estaba desterrado. Pero cuál es la bandera de los argentinos V sabe cuál es? –No me he fijado, contestó sencillamente Miguel. Y por qué había de fijarse él si aún hoy muchos ignoran la Constitución de su país! Ni se enseña la religión de la patria! – La bandera de la patria es una faja blanca en el medio y dos azules a los lados, azul claro, color de cielo. Nosotros los criollos no conocíamos más bandera que los "huevos revueltos”, la amarilla y punzó de la España con los Castillos y los Liones de la Corona de Castilla. La primera vez que vi yo la bandera de la patria fue en la batalla de Salta. Ya íbamos a entrar en la pelea cuando vimos a general en Jefe aparecer a caballo con un estandarte enrollao en la mano. Era Belgrano y paréceme verlo tuavía! hombre lindo! vestía calzón color ante y bota granadera encima, casaca de general con vueltas color grana; esa mañana estaba pálido, cuando en esto desenrrolló la bandera y nos dijo que en adelante, aonde peliase aquel pabellón, allí estaría la patria Argentina! Y desenvainó la espada y juró defender aquella bandera, y tuitos juramos, y quiere creer que los soldados lloraban, y entonces el general gritó: Viva la patria, y a la carga, muchachos! Como liones peliamos ese día en contra de los godos! Y qué se ha hecho esa bandera?...No sé, hoy que es delito usar color celeste que es el de la patria? De onde el color punzó ha de ser el color de la patria. –Es la divisa federal!- Y ni aunque sea, la federación no es la patria, ni yo sé lo que es tampoco.-Tampoco sé lo que es, ni como voy a saber dende no sé lér. –Ni yo sé lér, a pesar que el General Belgrano nos hacía enseñar a los más muchachos, aprendimos poco a gatas deletriando. Hablan de unitarios y federales. Rivadavia era unitario. Rosas es federal. Pero Rivadavia no mataba ni desterraba a naides, ni se remachaban grillos, como velay este infeliz, afligiendo las pobres mujeres y las criaturas chicas que da lástima. -Dicen que es para salvar la patria. -Ese es un sarcasmo! No ve, amigo, que la patria no tiene nada que ver con las mujeres y los niños si no es para ampararlos? Lo que necesita la patria es la unión de tuitos sus hijos para que el pobre gaucho descanse también y tenga su rancho y su majadita o sus vacas y pueda trabajar sin que naides se lo estorbe. Matando y persiguiendo cuando ya somos tan pocos, menos seremos cada día. Bastante, sangre argentina ha corrido hasta hoy.-Yo quisiera preguntarle dos cosas, ño Simón. —Hable, amigo, que no sé por qué lo quiero dende que lo vi, que ni que juese V. mi hijo, aunque nunca fui casado.-Quisiera preguntarle si hablándole al gobernador soltará al preso. -Simón meneó la cabeza:- V. lo habla compadecido lo fusila a V. en el acto. —Cree V. eso? —Sí lo creo... el general Rosas no oye a naides. —A mi siempre me ha distinguió. —No lo dudo; V. nunca le ha contrarrestao en opinión; pero si va decirle que este hombre es un inocente y que V. se ha compadecido de su mujercita y de su hijo, el gobernador lo va a hacer fusilar a V.-Y qué hacemos entonces? —Qué hemos de hacer si tenemos los brazos atados? —Pero entonces, yo no güervo a la ciudad ni veo más al gobernador. —En eso hará bien. —Y por la patria, qué se puede hacer para aliviarla? —No hay sino un medio... Voltear a Rosas. —Y se puede? —Quién sabe, nada hay eterno en este mundo. Ni Francia en el Paraguay, pues cuando no sea más que la muerte, todo ha de tener un fin. —Pero qué hacemos en este caso? —Ay! En eso está la desdicha, en que nada puede hacerse? Tenemos que dejar el preso seguir su destino y solo podemos irnos nosotros por ahí. —A dónde?. —Vamonos para el Sud. Un señor Castelli, hijo de aquel Castelli del año diez, me ha hecho decir que vaya por su estancia que me dará trabajo, véngase conmigo y si quiere no nos separaremos más ya que V. tiene un corazón que no sabe ser indiferente a la desgracia. -Ni sé, como haiga quien vea llorar una mujer o un niño y no se le dé gana de hacerse matar por ella... Y será cierto, por Dios, que en San Nicolás de los Arroyos fusilaron un niño de doce años, como decía hace poco el hijito del preso? -Es verdad, por esta Cruz! y Simón besó la cruz hecha con los índices de ambas manos, gesto vulgar desde la infancia entre nosotros. -Entonces, amigo, dende hoy lo sigo donde vaya V- —Iremos al Sud, a la estancia de Castelli, no es a humo de paja que muchos compañeros se retiran a Dolores. -Y cómo le parece que nos vayamos? -Esta noche, amigo; ahora mismo, porque mañana se embarcan para Buenos Aires, y nosotros no seguimos, es decir, tal vez V. aunque el Juez de Paz ha de llevar por lo menos cuatro hombres consigo, es más flojo que una gallina clueca, tal vez me tocaría a mí, quién sabe. -Y si dejamos al preso y lo matan? No se acuerda lo que casi sucedió el otro día? -No, no tenga recelo; aquellas fueron balacas; conozco a Julián, es un maula. No le han de hacer nada porque el Juez de Paz sabe muy bien cuándo es asunto de degüello y cuándo no. —Oh! por esa parte el gobernador dijo delante de mí que no quería le tocasen un cabello al preso. —Y haber sido V. el emisario de semejante picardía! —Y yo qué sabía, amigo? El hombre que no sabe es como un ciego! Dende que le sirvo de chasque, cuántos pliegos injustos habré llevado!... Ay! pero cuando he visto las lágrimas de ese muchachito, hijo del preso, y su mujer, ella no llora pero se conoce lo que sufre! Y el preso, qué hombre sereno y paciente!... Dios ha querido que viese esto para no servir más a los gobiernos. -Tiene razón, Dios se acordó de V. amigo, basta ser un pobre huérfano! Реro vamos a ensillar y busquemos otros pagos. Los dos hombres con sigilo se dirigieron al corral. Miguel sacó su caballo que lo conocía en la voz, y Simón tomó también el suyo, que aunque pobre no le faltaba un buen parejero. Miguel también había criado el suyo, se lo dieron potrillo y era el compañero de su vida errante y solitaria. La noche iba adelantada a esa hora, y el alba indecisa acaso comenzaba a disipar las sombras del horizonte. El pueblito dormía aún y la gente del Juez de Paz con él. Los dos hombres se alejaban al paso primero, cortando campo de modo que no fuesen sentidos los pasos de los caballos. Cada cual sumido en sus pensamientos, tiraban a ganar terreno para contar con la seguridad del éxito. Ambos iban contentos de verse juntos; conocidos de la víspera, eran uno para el otro como dos viejos amigos. Y tales son los místenos de la simpatía porque las horas en que el corazón se abre al amor que, como una brisa perfumada lo envuelve y acaricia. Esos cariños súbitos, suelen, es verdad, evaporarse una hora después como el fugitivo aroma de la flor que una hora después de nacer se marchita y muere. Otras veces duran toda la vida y son la página más bella o más negra de la vida según acertamos o erramos en la elección del objeto de nuestras afecciones. Dicen que la amistad entre los hombres es más duradera que entre las mujeres. Como nunca fui hombre, o si lo fui en alguna otra existencia anterior no lo recuerdo, tampoco puedo afirmar que hasta en esto los hombres sean más perfectos que nosotras en su modo de sentir. Apenas en este caso puedo afirmar que Simón y Miguel, esos dos pobres hijos del desierto, sentían uno por el otro una amistad verdadera.


LA CALLE DEL RESTAURADOR


Dejando a nuestros amigos seguir su destino dirigiéndose al Sud unos, embarcándose otros sin que la ausencia de los primeros inquietase a nuestro ínclito Juez de Paz que los creía simplemente "borrachos por ahí", trasladémonos nosotros en espíritu treinta años atrás; contemplando la mártir ciudad. Buenos Aires de hoy está muy lejos de ser el Buenos Aires de entonces. Las calles, con pocas excepciones, sin empedrar; hondos pantanos en muchas de ellas, las casas sucias en su aspecto tenían sus puertas y ventanas pintadas de colorado; el celeste estaba proscripto, y era sospechado el verde que podía significar "esperanza de verse libre de Rosas". Ya en 1838, el terror se hacía sentir "suficiente, para amedrentar los habitantes pacíficos que se encerraban en sus casas con el objeto de hacerse olvidar. En aquel tiempo, la calle de moda y de movimiento era la calle del Restaurador; es verdad que aparte los federales exaltados, los suplicantes, los pampas y la soldadesca de la guardia, todos excusaban cuanto era posible frecuentar la tal calle. Entonces desnuda de muelles la ribera, los pocos árboles en ruina de la Alameda eran el lujo y la moda; porque el Parque era un hueco lleno de zanjones; Lorea una plaza de carretas, el Mercado del Plata otro hueco que se llamaba la Plaza Chica, donde paraban de tiempo inmemorial las arrias de Mendoza. La Victoria era otro hueco lleno de charcos con honores de plaza, la pirámide pintarrajeada de colorado, parecía más pequeña. No había como hoy organitos ni harpas concertistas en medio de la calle, pero en cambio estaban en su auge las pulperías, donde a toda hora resonaba la guitarra, la décima y la borrachera. En aquel tiempo los pampas venían en bandadas y Rosas los hospedaba en el corralón que cae a la calle de Bolívar (Santa Rosa en aquel tiempo). El aspecto de la calle del Restaurador era, no obstante más animado que el resto de la ciudad, puesto que había cuadras enteras donde no se divisaba un alma, ni se oía una voz. Allí a lo menos, se veían grupos de hombres con ancho cintillo en el sombrero y un enorme puñal en la cintura. Veíanse caballos atados a los postes y otros jinetes, que a rienda suelta partían o ("El periódico tiene dos renglones carcomidos; sigue la columna tercera") con la brutal alegría del salvaje, pero a lo menos no era el silencio sepulcral de las otras calles. En el momento que acabamos de contemplar la morada del Dictador, un hombre con aire de "maturrango", venía a galope tendido por la calle de Santa Rosa doblando por la del Restaurador y sujetando su montura al llegar a la puerta. Los gauchos que allí estaban, luego le plantaron "gringo*' y comenzaron a reírse del personaje; pero éste, sin reparar en sus gestos y chufas (sic) preguntó por el oficial de guardia y quién sabe qué palabra mágica sabía que al rato fue introducido dentro de la casa, y lo que era aun más extraordinario, a la presencia del Ilustre; él que solazábase en ese momento haciendo soplar a uno de sus locos. Al ver el personaje que parecía antiguo conocido, Rosas pareció alegrarse diciéndole: -Hola, patrón! Cuándo llegó? -Acabo de fondear en el Tigre. Excmo. Sr. y no me he demorado sino el tiempo de tomar un caballo y de venir a escape para noticiar a V. E. que el hombre está ahí. —Para V. es un galopito regular, esta noche tendrá que apelar al sebo, y Rosas dio una homérica carcajada que el personaje acogió con gran contentamiento. Nuestros lectores habrán reconocido en este servil servidor al catalán Angelo

La noticia era de bulto. Arévalo estaba finalmente entre las uñas del Tigre, su alegría era sin límites y se volvió a los locos. -Venga aquí, Padre Lego, (era un mulato sucio y repugnante que en la campaña del Desierto, le servía con esta denominación para dirigir una retreta especial de cencerros, tapas, cichuncallos, etc.). El mulato, obedeció, no sin hacer extravagantes morisquetas. -Venga aquí, Gobernador, siguió Rosas dirigiéndose a otro mulato que machucaba entre sus manos mugrientas un elástico de papel con plumas de avestruz. -Venga aquí, repitió su amo, dígale al señor quién es V. —Soy Eusebio de la Santa Federación, gobernador de Buenos Aires, Capitán General de Mar y Tierra y Cacique Melincué. -A ver, Gobernador, una salva aquí para este señor que acaba de llegar. -El mulato, que no hacía mucho tiempo acababa de ser soplado, empezó en medio de contorsiones a volver el viento recibido con gran festejo de su amo y del catalán que reía a poner en peligro la hiél. -Basta! gritó Rosas de repente con voz de trueno, y el loco que aun tenía aire que volver, comenzó a hacer otras contorsiones para retenerlo. Cuénteme qué, ha hecho V. en todo el día. —Yo? y el mulato dio una detonación, que fue contestada por un rebencazo aplicado por su amo en la parte posterior. El mulato dejó escapar una blasfemia. —No sea bárbaro! -Rosas se perecía de risa. —Cuénteme lo que ha hecho. —Fui al cuartel de Restauradores, otra detonación, otro rebencazo y otra blasfemia del agredido. —Qué anduvo haciendo por allá? —Oh, V. no me mandó al convite de los guardias nacionales en su lugar? —Y qué hizo V.? —Comí bastante, me mamé y vomité sobre la mesa. Rosas y el catalán reían a destornillarse. —Padre Lego! -Aquí estoy, Padre Prior.-Póngase su Reverencia en cuatro pies que va a servir de montura al Gobernador. —Los dos obedecieron y entonces siguió una escena tan bárbara como indescriptible. El lego bellaquiaba (sic), el gobernador blasfemaba, Rosas rebenquiaba (sic) a ambos y llorando unos, riendo otros, la chacota duró algún tiempo, hasta que el Iustre rebenquiando (sic) siempre los arrojó al patio y sólo cuando su acceso de alegría terminó, serenándose empezó a recuperar el ceño y ocuparse del importante asunto que traía entre manos.

EL EDECÁN DE S. E.

De tiempo inmemorial nuestros Gobernadores tienen Edecanes, especies de criados graves que hacen las veces de ayos, de mayordomos y de lacayos. Hasta qué punto sea republicana esta costumbre de los Edecanes, yo no sé; sólo la encuentro ridícula y algo monárquica, sin que añada en lo más mínimo a la dignidad del Gobernador. Qué objeto tiene... acompañar al Gobernador? Nadie piensa en comérselo vivo. Anunciar los visitantes? Es oficio exclusivo de un criado, es rebajar la clase militar, semejante incumbencia, Rosas tenía por Edecán un Coronel Corbalán de feliz memoria, personaje grotesco y chavacano. Alto y enjuto, émulo de Don Quijote, tenía la piel seca como pergamino y pegada a los huesos. Por sobre la chaqueta militar se le dibujaban las costillas y su espina dorsal presentaba en graciosa curva los nudos de los huesos eslabonados que la forman. Con una cara de lagarto, tiene su cabeza pelada como la de un niño recién nacido, percance que lo obliga a usar peluca rubia para mejor disfrazar su vejez. Esta malhadada peluca encasquetada en una cabeza tan lisa y redondees causa que la peluca tenga el carácter de giratoria, y como el pobre Corbalán abrumado por tantas emociones suele perder la brújula (siguen catorce renglones ilegibles por estar cubiertos con el papel que remienda las roturas de la página). —Coronel! dice Rosas. —Excmo. señor? Contesta el Edecán tomando aquel aire cortesano que no se nos quiere despegar del cuerpo en tantos años. Sabe que tenemos un gran notición? —Es posible, señor? Cuánto me alegro! —Pero si V. no sabe lo que es? —Basta que V. E. me diga que es un gran notición debe ser cosa contra los salvajes unitarios. ¡Esos prostituidos! —Así es, ha caído un pájaro de los gordos en la jaula —Es preciso hacer algunos festejos? —Es V. el hombre de la época, Coronel! —Soy apenas un fiel servidor de V. E. y un federal neto y decidido por la santa causa de la federación... Con que pondremos en movimiento el entusiasmo, no le parece a V. E.? —La cosa merece la pena, esos diablos de franceses asquerosos, tienen la ciudad enervada con el bloqueo; no está de más alegrar los ánimos. –Entonces voy a mandar repicar en todas las iglesias, que prendan cohetes en toda esta calle, se avisará a los jueces de Paz y Alcaldes de barrio, a la Sociedad Popular Restauradora, citaremos la guardia nacional, el cuerpo de serenos, el batallón de la Marina… -En a Catedral; avísele a Medrano.-Iré a la “Gaceta”, al “Diario de la Tarde”, al “Brithish Packet”… -Dígale a Mariño que escriba un artículo de los días de fiesta en la “Gaceta”. Ponga en movimiento la ciudad para que se alegre la gente. Hágame llamar a Victorica, él es el que debe transmitir órdenes a los Juzgados y Comisarios del barrio.

Corbalán salió zumbando como una bala. Al verlo salir corriendo cuanto sus viejas piernas permitían y arrastrando el sable, todos se hacían a un lado y en su paso a media voz a los oficiales iba diciendo, hay un gran notición; la voz corría y todo el mundo se ponía en expectación. –Un notición! Qué será? –Habituados a los festejos, detrás de Corbalán comenzaron a reventar las gruesas de cohetes. De allí a poco repicaba el colegio, Santo Domingo, San Francisco, la Catedral, la Merced y las demás iglesias siguieron después. Los cohetes se propagaban con rapidez en todas las esquinas.

La palabra mágica noticias! Había ido corriendo como una crispación eléctrica (…) a la policía y como el asunto era de orden verbal, en un instante empleados del Departamento, y comedidos todos corrían a escape por la ciudad en el desempeño de sus comisiones. –El Juez de Paz que veía llegar a escape, un empleado policial con orden de poner el barrio en movimiento ponía manos a la obra y parecía que a todos les hubiese picado la tarántula. Las familias entristecidas por el terror, empobrecidas por el bloqueo y las guerras, se sentían estremecer hasta la médula de sus huesos. Las comadritas por otra parte se engalanaban saliendo de sus madrigueras con aires de triunfo y amenazando las familias decentes diciendo que se los iba a llevar el demonio a los salvajes unitarios pícaros (…) hasta que después del asesinato de Quiroga por su orden, inventó las espiratorias a los manes de aquella ilustre víctima, cosa que iba gastándose de modo que la cosa más insignificante servía de pábulo poniendo las masas su existencia (sic) por el berberaje, los gritos, las carreras, los mueras, los vivas y el movimiento. Corbalán había pues, hecho milagros de rapidez para poner las cabezas en fermentación y los cuerpos en evolución. Todo lo había previsto sin olvidar cosa alguna, la ciudad se venía debajo de repiques, cohetes, músicas, gritos y gente a galope en todas direcciones. En esas marchas forzadas, la peluca había eclipsado más de una vez ya el ojo izquierdo ya el derecho de su dueño, pero Corbalán se sentía tan feliz con el triunfo de la federación que todo lo miraba con indiferencia; cansancio, eclipses de sus astros visuales, todo en suma. Cuando a eso de las diez de la noche se presentó a su amo, más glorioso que el Cid don Rodrigo a su Reina coronada de laureles, el Restaurador dándole una palmada en la frente todavía exclamó con aire de reconvención. Y el negro Vicente Cuitiño… (…)